Capítulo 3
Esther volvió a despertar y se encontró acostada en una estrecha cama de hospital.
Abrió los ojos débilmente y vio atemorizada el rostro preocupado de Alberto.
Él soltó un suspiro leve, pero su actitud altiva seguía aún intacta.
—Esther, de verdad, no me hagas enojar otra vez, ¿entiendes? No debí haberte castigado.
Pero Esther temblorosa cerró los ojos y giró la cabeza hacia otro lado.
—Ya lo sé, no volverá a pasar.
Al ver la calma en su expresión, en ese momento Alberto no pudo evitar sentir un momento de inquietud.
Sonrió y la atrajo hacia su pecho.
—Ya está, no te enojes, tu esposo te va a compensar.
—La próxima semana te haré la fiesta de cumpleaños más lujosa que hayas visto, en el Restaurante Aura de Cristal, reservado solo para ti.
El Restaurante Aura de Cristal era el más grande de Costa Dorada, construido justo en la cima de la Torre de la Luna.
El restaurante había sido reservado en su existencia solo tres veces: una por el hijo del hombre más rico, otra por una superestrella, y la tercera sería por Alberto.
Cuando Esther llegó, todo el restaurante estaba cubierto de bellas flores, y el aroma de las velas aromáticas impregnaba por completo el ambiente de una fragancia encantadora.
Afuera, las luces de neón formaban las palabras "Te amo".
Esther contempló todo eso, pero en su corazón ya no surgía ni una sola ola de emoción.
Pensó si Alberto, en realidad, le estaba declarando su amor a Emilia a través de ella.
En ese instante, las puertas del ascensor se abrieron.
Aparecieron muy altivos Emilia y Alberto.
En el rostro de Esther no pudo evitar aparecer una sonrisa irónica.
Alberto sorprendido le explicó: —Esther, Emilia solo quiso unirse a la celebración, así que vino a festejar tu cumpleaños contigo.
Ella bajó con timidez la mirada y vio a Alberto sosteniendo con fuerza la mano de Emilia.
Él, por reflejo, quiso soltarla, pero tras una breve pausa volvió a mostrar su expresión arrogante.
Parecía estar advirtiéndole que no fuera caprichosa.
—¡Gracias! —Respondió Esther con calma.
Apenas terminó de hablar, Alberto, satisfecho con su docilidad, soltó con suavidad la mano de Emilia y enseguida envolvió a Esther en sus brazos.
La expresión de Emilia se ensombreció enseguida, pero no dijo nada al respecto y le entregó su regalo con una sonrisa.
Frente a la enorme ventana de cristal.
Esther, sin mostrar ninguna expresión, abrió el regalo y apenas lo miró por unos minutos.
Se congeló de inmediato, sintió que la sangre le corría al revés.
Era un colgante de jade de calidad bastante mediocre.
Se podría decir a simple vista que no tenía ningún valor.
Pero ese era el único valioso recuerdo que le quedaba de su madre.
De repente, agarró con fuerza la mano de Emilia, y la furia en sus ojos estaba a punto de desbordarse: —¿De dónde sacaste esto? ¿Con qué derecho vienes a dármelo como regalo?
El cuerpo de Emilia tembló sin cesar y, en segundos, las lágrimas le brotaron: —Esther, elegí esto con mucho cuidado, solo quería desearte un feliz cumpleaños, no tenía ninguna otra intención, me estás lastimando.
Pero en ese momento, en la mente de Esther apareció la viva imagen de su madre siendo atropellada, lanzada por los aires y cayendo con violencia sobre el asfalto, con sangre por todas partes.
Sus ojos se enrojecieron y fulminó a Emilia con la mirada.
De pronto, Emilia se disculpó mientras intentaba recuperar la caja.
—Lo siento, lo siento mucho, Esther. Si no te gusta, puedo buscarte otro regalo.
—¡Devuélvemelo! —Esther trató de recuperarlo, pero Emilia soltó el colgante con malicia.
Un sonido seco resonó en el suelo y el colgante de jade se rompió en mil pedazos.
—No… —Esther se lanzó desesperada para tratar de salvarlo, pero sin querer tropezó con Emilia.
Acto seguido, Emilia perdió el equilibrio y, al apoyarse en la barandilla, de un solo movimiento cayó de espaldas y rodó por la escalera de caracol.
—¡Emiliaaaa…!
Las pupilas de Alberto se dilataron asustado. Empujó a Esther a un lado y bajó corriendo las escaleras.
Mientras tanto, los fragmentos del colgante de jade fueron pateados y se esparcieron por todo el lugar, algunos cayeron por los interminables escalones hacia abajo.
—¡No, no lo hagas!
Esther se derrumbó, se arrodilló en el suelo recogiendo con tristeza la única pertenencia que le dejó su madre.
Los guardaespaldas de Alberto también salieron despavoridos, uno de ellos pisó la mano de Esther.
El dolor le atravesó hasta los huesos, pero a ella eso no le importó, solo agachó la cabeza y siguió temblorosa recogiendo, uno a uno, los fragmentos del colgante.