Capítulo 3
—¿Qué estás quemando? —Camila se plantó en la puerta, con la mirada helada.
Marisol no levantó la cabeza; con calma arrojaba las fotos al brasero: —No tiene nada que ver contigo.
Camila se acercó, mirándola desde arriba con desprecio: —¿Qué actitud es esa? ¿Todavía crees que eres la señorita encumbrada de antes?
Las llamas iluminaban el maquillaje impecable de Camila, deformando su rostro en una mueca siniestra: —Ahora no eres más que un perro al que cualquiera puede pisotear.
Apenas terminó de hablar, Camila levantó el pie y pateó con violencia el brasero.
—¡Fshhh!
El papel encendido voló por los aires; las chispas cayeron sobre las cortinas apiladas al costado, y de inmediato el fuego comenzó a devorarlas.
—¡Tú! —Marisol intentó sofocar las llamas, pero Camila la empujó a un lado.
El fuego se expandió con rapidez, el humo denso llenó en segundos toda la habitación.
—¡Fuego! ¡Apáguenlo!
Se escucharon los gritos de los sirvientes desde abajo, pero ya estaba fuera de control.
El calor la envolvía como una ola abrasadora; Marisol tosía sin parar, los ojos irritados, la vista cada vez más borrosa.
Se tambaleaba tratando de llegar a la salida, pero Camila la sujetó de la muñeca: —¿Quieres escapar?
Marisol, casi sin fuerzas, forcejeó: —Suéltame, vamos a morir...
Pero Camila sonrió dulcemente: —Entonces muramos juntas.
En ese instante, la puerta fue derribada de un golpe.
David y Héctor irrumpieron en medio de la humareda, con el rostro lleno de alarma. Sin embargo, en cuanto vieron a Camila, se relajaron.
Héctor la abrazó de inmediato para protegerla, y rugió: —¿Cómo pudo empezar un incendio de repente?
Con los ojos enrojecidos, Camila señaló a Marisol y sollozó: —Ella enloqueció de pronto, quería quemar todas las cosas de Carmen. Yo traté de detenerla y fue entonces cuando prendió fuego a toda la habitación.
—Yo no... —Marisol negó débilmente, pero el humo la asfixiaba y no pudo articular palabra.
La mirada de David se endureció de inmediato. La tomó con brusquedad de la muñeca: —Creí que ya habías reconocido tus errores, pero sigues sin arrepentirte.
Marisol abrió la boca, incapaz de emitir sonido alguno.
Su visión se nublaba, y lo último que escuchó fue la voz gélida de Héctor:
—¡Llévensela al horno! Que reflexione bien ahí dentro.
Los guardaespaldas arrastraron a Marisol hasta la cocina y la empujaron a la fuerza dentro del horno ya precalentado.
Apenas se abrió la compuerta, una oleada de calor abrasador la envolvió; el metal candente le quemaba la piel con un sonido aterrador.
—¡Ahhh!
El alarido desgarrador resonó en la cocina. Su piel ardía como si le clavaran agujas incandescentes; el sudor que brotaba de sus poros se evaporaba al instante.
Golpeaba desesperada la puerta, pero afuera nadie escuchaba.
Su conciencia se diluía poco a poco, y ante sus ojos desfilaron escenas de otro tiempo.
Cuando David le juró, tomándola de la mano, que la protegería por siempre.
Cuando Héctor, cargándola a la espalda con fiebre, corrió varias calles hasta el hospital.
Cuando sus padres, sonrientes, le celebraban un cumpleaños...
No, no eran ilusiones. Alguna vez, de verdad, la habían amado.
Pero luego, ¿por qué todos amaron a otra?
El dolor la desgarraba hasta los huesos, y aun así no le salía la voz para llorar.
No supo cuánto tiempo pasó antes de que, por fin, abrieran el horno.
Camila estaba allí, con una sonrisa dulce: —Denle un poco de fresco.
Un balde de agua helada cayó de golpe sobre ella.
—¡Ahhh!
El contraste brutal entre el fuego y el hielo le sacudió el cuerpo entero; se retorció en el suelo como un pez, hasta que finalmente perdió el conocimiento.