Capítulo 10
Javier se quedó observándola desde un lado.
Entornó los ojos por costumbre; nadie podía adivinar qué pasaba por su mente.
El antipirético pronto surtió efecto: Ana sudó profusamente y la fiebre empezó a remitir.
Medio dormida, creyó ver que aquel hermano vecino se transformaba en Javier.
Cuando Ana recobró por completo la conciencia, ya era la una de la tarde del día siguiente.
Había pasado la noche en vela; al clarear, tras bajar la fiebre, se durmió profundamente hasta el mediodía, y fue el hambre lo que la despertó.
La constitución de Ana era, en efecto, fuerte: aunque había caído inconsciente por la fiebre alta, tras tomar la medicina y dormir unas horas despertó como si nada hubiera ocurrido.
Se giró y saltó de la cama. Corrió enseguida al patio para comprobar las orquídeas y, al ver que seguían en buen estado, regresó aliviada.
El estómago, sin embargo, le rugía. Los platos que había cocinado el día anterior habían desaparecido: alguien los había tirado, lo cual le dio cierta lástima.
Decidió entonces prepararse un poco de sopa de fideos, pero no se atrevió a añadir huevo.
Ahora debía mantener a Javier y, además, pagar las orquídeas: no podía gastar un céntimo de más.
Mientras Ana cocinaba los fideos, Pablo la llamó por teléfono.
Con preocupación, preguntó: —¿Hola, Anita? ¿Cómo lo has pasado estos días? ¿Javier no te ha maltratado? Si tienes algún disgusto, debes contárselo al abuelo.
Ana se quedó atónita. Como huérfana que era, rara vez alguien la cuidaba de ese modo. No supo qué responder.
Recordó entonces aquella escena difusa de anoche, cuando Javier la atendió mientras estaba enferma.
Ana era así: si alguien la trataba bien una vez, ella lo recordaba con creces.
Por eso contestó con toda seriedad: —Estoy muy bien, Javier no me ha maltratado, es una buena persona.
Al oírla, Pablo soltó una sonora carcajada. —¡Muy bien, muy bien, buena niña! Gracias por cuidar de Javier.
Pablo estaba realmente feliz. Nunca antes había oído a nadie decir que su nieto era una buena persona.
Esa alegría reforzó aún más su decisión de mantener en secreto el matrimonio de Javier, sin permitir que nadie de la familia molestara a aquella joven pareja.
Tras charlar un rato, Ana colgó el teléfono y entonces lo vio: Javier estaba de pie en lo alto de la escalera, observándola.
Ana dio un respingo; el teléfono estuvo a punto de caer en la sopa de fideos.
—Javier, ¿tú… no has salido a trabajar?
En la comisura de los labios de Javier aún se notaba un moretón, lo que hizo que Ana sintiera cierta culpa.
Llevaba apenas dos días en Residencial La Colina: el primero había golpeado a Javier, el segundo había destrozado su jardín, y aun así él la había cuidado cuando enfermó.
Para Ana, había estropeado cosas ajenas y, por lo tanto, debía compensarlas.
Así que, aunque Javier se mostrara hosco, no lo consideraba culpable de nada.
Su mayor disgusto con él, quizá, era el desperdicio de comida.
En ese momento Javier permaneció en silencio.
Ana miró sus propios fideos, luego la hora, y volvió a hablar.
—Ehm, Javier, he preparado sopa de fideos, ¿quieres comer?
Creía que él se negaría, igual que el día anterior había despreciado sus platos diciendo que ni los perros los comerían.
Pero, contra todo pronóstico, Javier se acercó al comedor y se sentó a la mesa.
Ana parpadeó, sorprendida. ¿Eso significaba que sí quería comer?
Entonces puso a hervir más fideos.
Y, tras pensarlo un momento, le preparó también un huevo frito.
Fideos blancos y finos, acompañados de unas hojas verdes de verdura y coronados con un huevo estrellado, salpicados con un poco de perejil picado.
Tan sencillo, nada que ver con las pastas que solía degustar Javier, acompañadas siempre de manjares exquisitos.
Él probó un bocado, hizo una pausa y, para su sorpresa, estaba delicioso.
Ana lo observaba de cerca; al verlo llevarse el tenedor a la boca, por fin respiró aliviada.
Ella también empezó a comer. En su plato no había huevo, solo verduras.
Javier lo notó, pero no le dio importancia: pensó simplemente que aquella mujer no era amante de los huevos.
Jamás se le habría pasado por la cabeza que alguien pudiera privarse de un huevo para ahorrar algo de dinero.