Webfic
Abra la aplicación Webfix para leer más contenido increíbles

Capítulo 9

Javier corrió las cortinas con frialdad y apartó la vista. Una mujer capaz de engañar a Pablo hasta el punto de obligarlo a casarse bajo amenazas, seguro que también fingía al llorar. Ana no sabía que alguien la observaba desde el segundo piso. Lloró un rato, luego se enjugó las lágrimas y recobró el ánimo. El error ya estaba hecho; llorar no servía de nada. Solo podía esforzarse al máximo para remediarlo. Esas orquídeas habían sido arrancadas por la tarde. Si ahora las volvía a plantar, quizá algunas sobrevivirían. Bajo la luz de la luna, Ana parecía un tallo de hierba indomable y tenaz; su pequeña figura se movía incansable por el patio. A las tres de la madrugada. Javier abrió de repente los ojos. En su mirada se agolpaban la irritación y la fiereza, tan distintas del desdén perezoso que mostraba durante el día que parecía otra persona. Era como si aún estuviera atrapado en una pesadilla. El silencio era absoluto. Al quedarse dormido, ese silencio se volvía sofocante, tan denso como un oscuro alcantarillado que lo aprisionaba, como si él mismo fuera un monstruo encerrado en la penumbra de un túnel. Entonces, Javier escuchó un leve sonido. Un murmullo, un roce mínimo. Ese pequeño ruido rompió la oscuridad que lo oprimía. Liberándose de esa sensación, se levantó, fue hasta la ventana, corrió la cortina y descubrió el origen del sonido: abajo, una diminuta silueta trabajaba sin descanso. Las orquídeas arrancadas estaban siendo replantadas una por una. Ana, con sumo cuidado, volvía a ponerlas en la tierra. No tenía dinero suficiente; solo esperaba salvar las que pudiera. Las pérdidas, pensaba, las pagaría poco a poco. La cabeza le daba vueltas: seguramente la fiebre se debía a la ducha de agua fría del día anterior. Pero no se atrevía a detenerse. Cuanto más tiempo pasaran las orquídeas fuera de la tierra, menos posibilidades tendrían de sobrevivir. Y todo aquello era dinero. Dinero que significaba libros y material escolar para los niños. En comparación, enfermar ella no importaba tanto: con un poco de medicina se curaría. Desde el segundo piso, Javier la observaba en silencio, sin saber exactamente qué pensaba. Poco a poco, sin embargo, la furia que lo dominaba se fue apaciguando. Ana resistió como pudo hasta que en el horizonte apareció la primera franja de luz. Solo entonces logró replantar todas las orquídeas. Regó la tierra con cuidado, rezando para que sobrevivieran. En ese mismo instante, la regadera cayó de sus manos y ella se desplomó junto al parterre. Desde que había llegado a la Residencial La Colina no había descansado bien. La ducha fría le había provocado un resfriado, y ese mismo día había pasado la tarde al sol cavando y deshierbando. Por la noche, la pena la había mantenido en vela trabajando hasta el amanecer. Ni el cuerpo más fuerte podía soportar tanto. Javier, que seguía observándola desde arriba, se extrañó. Bajó las escaleras y se acercó hasta Ana. Al verla toda sucia, con la carita encendida por la fiebre. Javier la tomó en brazos con desdén y dio media vuelta para entrar en la casa. Él nunca se había considerado un buen hombre; simplemente pensaba que, si aquella mujer acababa delirando de fiebre bajo su techo, luego no sabría cómo explicárselo a Pablo. Buscó unas pastillas para la fiebre y, con tono frío y cortante, le ordenó: —Levántate y tómate la medicina. Pero alguien desmayado no podía despertar así como así; Ana no reaccionaba en absoluto. Sin la menor paciencia, Javier la incorporó a la fuerza y le metió la pastilla en la boca. Quizá el sabor era demasiado amargo, porque Ana abrió los ojos medio aturdida. Sus pupilas, siempre tan limpias y vivaces, estaban empañadas de lágrimas, como un gatito recién nacido y desvalido. En su confusión creyó ver al vecino que solía cuidarla en el pueblo, y sin querer mordió el dedo de Javier. Con voz aniñada y cargada de tristeza murmuró: —Hermano, amarga. Javier se quedó rígido por un instante, retiró el dedo y le acercó un vaso de agua. Con voz de mando dijo: —No la escupas. Trágala. Ana sintió ganas de vomitar, pero no se atrevió. Obediente, tragó la pastilla, luego se recostó en el pecho de Javier, frotó un poco la cabeza contra él y volvió a cerrar los ojos, vencida por el sueño. Javier la apartó de su pecho y la dejó caer de nuevo sobre la cama. Sin embargo, por alguna razón, no se marchó de inmediato. Tal vez fue aquella mirada suya, tan parecida a la de un gatito atrapado en la alcantarilla. Lo que hizo que en su sangre helada pareciera encontrar un atisbo de calor.

© Webfic, todos los derechos reservados

DIANZHONG TECHNOLOGY SINGAPORE PTE. LTD.