Capítulo 40
Javier parecía no preocuparse.
José trabajaba con gesto despreocupado, las manos manchadas de sangre, y aun así sonreía con una ternura que resultaba, sin motivo aparente, inquietante.
En el corazón de José, en realidad, no había nada de qué preocuparse: la gravedad del accidente estaba calculada con exactitud, lo suficiente para que no hubiera mayores incidentes, apenas unas heridas como parte de una estratagema.
Ese tipo de lesiones, Javier las había sufrido no cientos, pero sí decenas de veces.
Solo Ana, a un lado, estaba sumamente alterada. Incapaz de contenerse, le dijo a José: —Ten cuidado, está perdiendo muchísima sangre.
—Tranquila, son heridas superficiales. Que sangre un poco no le afecta.
—¡Pero las heridas superficiales también importan!
José se quedó perplejo.
¿Javier temía al dolor?
Él, que era despiadado con los demás y aún más cruel consigo mismo.
En su mundo, para alcanzar un objetivo, lo único que importaba era lograrlo o no, nunca si dolía o no.
Y, sin embargo, Ana t

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