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Capítulo 2

Verónica llamó a Hernán, el abogado que tres años atrás la había defendido, para consultar sobre el divorcio de Jairo. —Señora Verónica, Jairo fue declarado legalmente muerto. Aunque haya reaparecido, su fallecimiento aún no ha sido anulado. Si solicita el certificado... Hizo una breve pausa: —Entonces, no hará falta un divorcio. Usted ya es libre y puede reclamar la herencia. Los dedos de Verónica se aferraron al teléfono hasta ponerse blancos. —¿Cuánto tarda solicitar el certificado de defunción? —Si va rápido, tres días; como máximo, cinco. Con el corazón oprimido, Verónica asintió: —De acuerdo, hágalo cuanto antes. Colgó y miró alrededor de aquella casa que la asfixiaba. Descalza, comenzó a buscar cualquier rastro que la canaria hubiera dejado. Pronto encontró más cabellos castaños, en el sofá, bajo la cama, en el vestidor. A la luz del sol, aquel cabello brillaba con un cuidado impecable, tan distinto de sus propias puntas abiertas y oscuras. Era evidente cuántas veces había estado allí esa mujer en todos esos años. Cuántas veces tuvieron sexo en estos tres años. ¡Mientras ella recibía golpes en el suelo frío de la cárcel, esa mujer dormía plácidamente en la cama suave que le pertenecía! En la mesita de noche, Verónica encontró una pila de comprobantes de transferencias. La beneficiaria era precisamente la reclusa que más la había maltratado en prisión. El monto, 7500 dólares mensuales. Invariable. Las fechas de las transferencias comenzaban el mismo día en que Verónica ingresó en la cárcel y se prolongaban hasta el presente. Bofetadas, puños, obligarla a lamer la suciedad del suelo... El estómago de Verónica se revolvió; la úlcera causada por años de hambre y comida podrida le ardía con furia. Siete mil quinientos dólares cada mes. En tres años, doscientos setenta mil. Con esa suma, Jairo se aseguró de que cada día de su encierro fuera un auténtico infierno. Verónica se dejó caer en el frío suelo, con la espalda apoyada en el mueble. Antes, Jairo no soportaba pasar dos horas sin verla; incluso en viajes de negocios o reuniones, insistía en llevarla. Muchos la llamaban su estabilizadora emocional; con ella, él siempre era dulce y sereno. ¿Cómo pudo abandonarla en la cárcel durante tres años, sin una sola palabra? Él no era así antes. Recordó la noche en que, bajo la lluvia, Jairo perdió el control del auto y se estrelló contra una piedra. Sin dudar, Verónica abrió la puerta del vehículo que aún humeaba y lo sacó con todas sus fuerzas. Con su propio pañuelo de seda envolvió la frente ensangrentada de Jairo: —No te asustes, ya llamé a emergencias. Bajo la luz del farol, su mirada baja destilaba una ternura profunda y serena. Esa imagen quedó grabada en lo más profundo del corazón de Jairo. Después de aquel día, él la cortejó con un amor tan intenso que se volvió de dominio público. Era el heredero de Grupo Montoya, apuesto y con una fortuna incalculable. Ella, en cambio, provenía de una familia común, apenas de belleza discreta. Todos decían que Verónica solo buscaba riqueza, que no estaba a su altura. Pero Jairo la protegió de los chismes y de la presión de su propia familia: —Créeme, haré de ti la mujer más feliz del mundo. Contra todas las críticas, le ofreció una boda de lujo deslumbrante. Verónica creyó haber encontrado un amor puro, capaz de desafiar a la sociedad. Jamás imaginó que él no era diferente de esos jóvenes ricos que juegan con los sentimientos. Su supuesto amor especial no era más que una ilusión que ella misma había querido creer.

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