Capítulo 3
La voz suave de Jairo sonó de pronto sobre su cabeza: —¿Qué haces sentada en el suelo? ¿No temes resfriarte?
Años después, él la abrazó por detrás como solía hacerlo, apoyando su pecho en su espalda.
Ella se tensó; los comprobantes casi se rompieron entre sus dedos.
—Esta noche hay una gala benéfica. Cámbiate y ven conmigo.
Anunció él con naturalidad, pero en un tono que no admitía réplica.
Verónica frunció el ceño de manera instintiva: —¿Con este aspecto? ¿Cómo voy a ir?
Su rostro estaba amarillento, la piel áspera; nada quedaba de la mujer radiante que, tres años atrás, brillaba alimentada por el amor.
La vida en prisión había dejado en su cuerpo marcas imposibles de borrar.
Jairo la giró para mirarla de frente. Su mirada, atenta y seria, se clavó en la de ella.
—Para mí, siempre serás la más hermosa.
Le acarició la mejilla con suavidad: —Solo tú eres mi esposa. Ponte algo bonito; te espero abajo.
Sus ojos parecían sinceros, pero los comprobantes en su mano la mantenían en la realidad.
Un impulso la hizo soltar, sin poder contenerse:
—Si no estabas muerto, ¿por qué no volviste antes? ¿Por qué dejaste que pasara un año, o siquiera medio?
La dulzura en el rostro de Jairo vaciló un instante; sus cejas se fruncieron.
—Pero si ya estás fuera.
Su voz, ligera, incluso con un matiz de diversión: —¿Qué diferencia hay entre un año antes o después?
¿Que diferencia hay?
Tres cientos sesenta y cinco días en cada año, cada uno con veinticuatro horas de una noche interminable.
Golpes, humillaciones, desesperación, un dolor que le devoraba el corazón, un remordimiento que no la dejaba respirar.
Un tormento que la empujó a la muerte una.
Y para él, ¿no había diferencia?
El corazón de Verónica se hizo añicos en ese instante; cada respiración le arrancaba un dolor sordo en el pecho.
Quiso decir algo más, pero Jairo ya había perdido la paciencia.
—Basta. No le des más vueltas.
Sacó de su bolsillo una cajita de terciopelo. Dentro, un par de pendientes de zafiro.
—Acaban de llegar de una subasta. Me parecieron perfectos para ti, ¿te gustan?
—Considéralo una compensación. —Dijo él, con condescendencia disfrazada de bondad.
En ese momento sonó su teléfono.
Al mirar la pantalla, la comisura de sus labios se alzó sin poder evitarlo.
Contestó la llamada mientras salía apresurado, dejando apenas una frase:
—Arréglate, el chofer llegará en una hora.
Al otro lado de la línea, su voz se volvió tan dulce que casi goteaba miel:
—Sí, la compré. Te quedará perfecta...
Su voz se fue apagando junto con el eco de sus pasos.
Verónica quedó sola, con los zafiros en una mano y los comprobantes en la otra.