Capítulo 8
Al fin, el fuego bajo el caldero se extinguió. El aire olía a carne quemada.
Verónica yacía en el agua que se enfriaba lentamente, el cuerpo desgarrado por un dolor insoportable.
Jairo apartó la mirada, como si tampoco soportara contemplar aquella escena.
—Tres años de cárcel y ni así se te ha quitado esa testarudez de no reconocer tus errores. Así no podrás sobrevivir.
—Mejor que sufras esta lección ahora, antes de que el mundo te devore por completo.
Su voz sonaba cansada y hastiada: —Mayordomo, llama al doctor Rodrigo para que la revise.
Sin añadir más, tomó en brazos a Mariana y volvió a la mansión sin mirar atrás.
Rodrigo se inclinó, sorprendido: —Hay que limpiar las heridas, pero sin anestesia te desmayarás.
Revolvió en el botiquín: —Qué extraño, la anestesia no está.
Una criada murmuró: —La señorita Mariana se llevó todos los analgésicos y la anestesia.
La voz de Verónica salió rota: —Hazlo así, sin anestesia.
—Aguanta entonces.
Cuando el desinfectante tocó las ampollas supurantes, Verónica apretó los labios y dejó escapar un gemido ahogado.
Recordó que una vez, al cortarse un dedo pelando fruta, Jairo la había llevado corriendo al hospital en plena noche.
Cuando la doctora le puso una simple venda y ella frunció el ceño, él casi destroza la sala de urgencias.
Luego mandó retirar todo objeto punzante y vigilaba la temperatura del agua cuando ella se lavaba.
Y ahora, cubierta de quemaduras, solo recibía su desprecio.
Antes de desvanecerse, Verónica alcanzó a ver una silueta roja tras la puerta.
A la mañana siguiente, los gritos y el ruido de cajones al ser abiertos la despertaron.
En la sala, la voz de Mariana sonaba entre sollozos:
—Jairo, el collar que me regalaste ha desaparecido. Anoche lo dejé en mi tocador.
Jairo intentó calmarla con suavidad: —No te preocupes, quizá cayó en algún lugar. Es solo un collar, compraremos otro.
Mariana lloró con más fuerza: —¡No! Tú me lo regalaste, su valor es único. Y además es tan valioso, ¿y si alguien lo tomó?
Bajó la voz con calculada insinuación:
—He oído que quienes salen de prisión tienen la costumbre de robar. Deberíamos registrar las habitaciones.
El corazón de Verónica dio un vuelco.
Jairo guardó silencio unos segundos, luego ordenó: —Mayordomo, revisen la habitación de huéspedes y el cuarto de Verónica.
La puerta se abrió de golpe; el mayordomo y dos sirvientes comenzaron a hurgar entre sus cosas.
Uno de ellos sacó de un viejo abrigo una pequeña caja: —¡Aquí está!
Las pupilas de Verónica se contrajeron: —¡Imposible! ¡Yo no toqué ese collar!
Nadie la escuchó. La arrastraron con brusquedad hasta el salón y la arrojaron al suelo.
Mariana, con lágrimas como perlas rodando por su rostro, se lamentó: —Verónica, éramos las mejores amigas, ¿cómo pudiste robarme?
Jairo la miró, una sombra de duda cruzó fugazmente su expresión: —¿Para qué lo tomaste? Si lo querías...
Verónica apenas logró levantar la cabeza y exclamó: —¡No fui yo! ¡Cada movimiento me duele, no podría haber ido a robar!
La vacilación de Jairo se hizo evidente.
Mariana, atenta, aprovechó: —Veamos las cámaras del pasillo, así le devolvemos a Verónica su honor.
El mayordomo proyectó de inmediato las grabaciones.
En la pantalla apareció una figura con el peinado y la pijama de Verónica, tambaleante, rumbo a la habitación de Mariana.
La luz era tenue, el rostro irreconocible; cualquiera juraría que era ella.
Verónica protestó: —¡No, esa persona no soy yo!
Jairo giró lentamente la cabeza, su mirada ensombrecida: —Me decepcionas.
—Robar, reincidir, parece que la cárcel no te enseñó nada.
Mariana se acurrucó contra él y, con falsa timidez, añadió:
—El robo es un delito. Deberíamos llamar a la policía para que vuelva a prisión y así, tal vez, aprenda de verdad.