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Capítulo 1

Nicolás Delgado, el hombre más rico del mundo, era adicto al trabajo. Mariana González, su esposa desde hacía cinco años, había sido dejada de lado una y otra vez. La primera vez fue en su cumpleaños. Ella había reservado con ilusión un restaurante, pero él voló al extranjero por una adquisición. La dejó esperando todo el día. La segunda vez fue cuando ella sufrió un accidente. Su vida estaba en peligro y se requería la firma de un familiar. Él respondió: —Estoy en una reunión. Ocúpate tú misma. La tercera fue cuando su padre agonizaba. El anciano quería despedirse, pero Nicolás estaba firmando un contrato millonario. Ella sostuvo la mano de su padre mientras escuchaba el tono muerto del teléfono. Su corazón también se heló. Una y otra vez, finalmente comprendió que, en el corazón de Nicolás, no existía nada ni nadie más importante que su imperio empresarial. Mariana se dijo que eso era el precio de un matrimonio por conveniencia. Él lo había advertido: no la amaría. Pero al menos, tampoco amaba a otra. Sin embargo, justo cuando comenzaba a resignarse a esa desesperanza, estalló una noticia impactante. Aquel hombre frío y adicto al trabajo, ¡mantenía a una mujer en secreto y la colmaba de atenciones! Los rumores decían que había abandonado un proyecto multimillonario para acompañarla a esquiar; Que había cancelado todas sus reuniones durante una semana solo para cuidar con ella a un gato enfermo; Que incluso le permitía garabatear en contratos millonarios, y que, cuando ella se aburría, él suspendía las negociaciones con sus socios. Cuando Mariana escuchó todo eso, su primera reacción fue no creerlo. ¿Cómo podría ser posible? ¡Estamos hablando de Nicolás! ¡Del hombre que valoraba el tiempo más que la vida misma, tan racional que rozaba la crueldad! Sin saber por qué, movida por un impulso oscuro, utilizó todos sus contactos y ahorros para investigar en secreto a esa mujer. Pero Nicolás la había protegido bien. Después de un enorme esfuerzo y de gastar una fortuna, lo único que consiguió fue una foto borrosa de su perfil. En la foto, Nicolás abrazaba a una joven encantadora con ternura. Una imagen que Mariana jamás vivió en cinco años de matrimonio. Aquella misma tarde, con el corazón inquieto, salió de casa. Apenas llegó a la acera, un Rolls-Royce negro, como fuera de control, se lanzó contra ella. No vio quién iba dentro. Solo sintió el golpe, el cuerpo alzarse, caer, y el dolor seguido por la oscuridad. Al volver en sí, lo primero que percibió fue el fuerte olor a desinfectante del hospital. Lo siguiente fue el rostro del secretario de Nicolás, Eduardo. Con voz inexpresiva, él le dijo: —El presidente Nicolás me pidió que te advirtiera: no investigues lo que no debes. De lo contrario, la próxima vez no será solo un accidente. Mariana abrió los ojos de golpe, el dolor en su pecho casi la dejó sin aliento. ¿Él? ¿Fue él? ¿Solo porque descubrió una foto borrosa de aquella mujer, había provocado un accidente para advertirla? El shock y el dolor la envolvieron como un tsunami. Aquel hombre al que había amado durante tantos años, aquel que creyó incapaz de amar a nadie más que a su trabajo, ¡había hecho algo tan cruel y despiadado por otra mujer! No quería creerlo, pero tampoco podía negarlo. Pensó que nunca llegaría a conocer el rostro de esa chica misteriosa. Pero, una semana después, recibió una llamada inesperada. Era de la comisaría. —¿Es usted familiar del señor Nicolás? Alguien lo denunció por prostitución, necesitamos que venga, por favor. El cerebro de Mariana quedó en blanco. ¿Prostitución? ¿Nicolás? Sin pensarlo más, corrió hacia la estación de policía. Una chica muy joven, vestida de diseñador, se quejaba en recepción con fastidio: —¿Por qué no lo han llamado? ¡Quiero denunciarlo por prostitución! ¿O es que, por ser el hombre más rico del mundo, les da miedo arrestarlo? Un policía, sudando, intentó calmarla: —Señorita, ¿no será un malentendido? El señor Nicolás... —¡No hay ningún malentendido! —Lo interrumpió, furiosa. —¡Si no lo arrestan, iré a otra comisaría! Al terminar de hablar, se escuchó el chirrido de unos frenos afuera. Un auto negro se detuvo frente a la entrada, y Nicolás, con un traje negro impecable y el rostro serio, entró al lugar. Su porte imponente, su belleza fría, su aura dominante, todo hizo que el bullicio del recinto se desvaneciera en un segundo. Su mirada encontró de inmediato a Mariana, frunció el ceño, y su voz, helada, resonó en el aire: —¿Qué haces aquí? La garganta de Mariana se tensó; respondió con voz seca: —La policía me llamó. El rostro de Nicolás se endureció aún más. Su tono no admitía discusión: —Esto no tiene nada que ver contigo. Vete a casa. Sin mirarla, Nicolás pasó de largo y fue directo hacia la joven que había causado el escándalo. La escena que siguió fue tan impactante que Mariana sintió que un rayo la atravesaba, su sangre se congeló en las venas. El hombre que siempre había estado en lo alto, altivo e inaccesible, se agachó frente a la chica, levantó la vista hacia ella y habló con una voz llena de ternura, de una dulzura casi suplicante que Mariana jamás había escuchado salir de su boca: —Bebé, ¿quién te hizo enojar otra vez? Los ojos de la chica, Antonella, se llenaron de lágrimas: —¡Tardaste más de tres segundos en responder! ¡Por eso vine a denunciarte por prostitución! El motivo era tan absurdo que todos quedaron en shock. Pero Nicolás no se molestó. Le acarició la mejilla y, con una voz indulgente, respondió: —Tienes razón, fue mi culpa. Si quieres que me arresten, iré unos días a la cárcel para que se te pase. Mientras hablaba, extendió la mano hacia los policías, pidiendo las esposas, lo que los dejó completamente pálidos del susto. El asistente intervino rápido: —Señorita Antonella, fue un malentendido. El presidente Nicolás tuvo un accidente esta mañana, se lastimó el brazo y su celular se apagó. No fue que no quisiera responderle, ¡de verdad no podía! Antonella, sobresaltada, tomó la mano de Nicolás. Al levantar la manga de su saco, vio la venda blanca bajo el puño de la camisa. Sus ojos se llenaron de lágrimas al instante: —¿Te lastimaste? ¿Por qué no me lo dijiste antes? Nicolás le secó las lágrimas con los dedos: —No importa la razón. Te prometí responderte al instante y no lo hice. Es mi culpa, merezco un castigo. Antonella sollozó con más fuerza y se lanzó a sus brazos: —¿Por qué eres tan bueno conmigo? Nicolás la abrazó, su voz baja y llena de ternura: —Porque te amo. Si fue mi error, dime cómo quieres que te castigue. Antonella dejó de llorar, los ojos brillantes y pícaros: —¡Quiero montarte como a un caballo, aquí mismo! El asistente se puso pálido e intentó detenerla, pero Nicolás levantó la mano para indicarle que no interviniera. La miró con una expresión indulgente: —¿Tiene que ser aquí? —¡Sí, aquí! Sin dudar ni un segundo, Nicolás se arrodilló en el suelo, apoyando las manos, y dijo con suavidad: —Vamos, súbete. Antonella soltó una risita feliz y, con naturalidad, se montó en su espalda, como una princesa mimada. Y así, el magnate que dominaba el mundo financiero se arrastró por el suelo de una comisaría, cargando a su pequeña princesa con una calma serena, rebosante de ternura y devoción. El silencio en la sala era absoluto, nadie se atrevía siquiera a respirar. Solo Mariana, tapándose la boca con ambas manos, lloraba sin control. Si no lo hubiera visto, nunca habría creído que aquel hombre frío y distante podía amar de forma tan humillante y desbordada.
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