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Capítulo 4

No sabía cuánto tiempo había pasado cuando Catalina escuchó vagamente el sonido de una ambulancia. En el instante en que su conciencia se desvanecía, sintió que regresaba a aquellos años pasados... Ella era la hija adoptiva de la familia Medina, y siempre había vivido con cautela, sin atreverse jamás a disfrutar de un afecto pleno. Hasta que conoció a Jacinto. Cuando él se arrodilló ante ella para pedirle matrimonio, le prometió que en esta vida la valoraría y la llevaría siempre en su corazón; que, sin importar la pobreza o la riqueza, ella sería su única y más firme elección. Pero ahora, Jacinto dudaba. Y al final, eligió a otra mujer. Las promesas eternas de antaño se disiparon como el viento, y el corazón de Catalina volvió a retorcerse con punzadas que le robaban el aliento. Cuando recobró el sentido, la habitación estaba impregnada con el olor del desinfectante. La luz blanca del fluorescente sobre su cabeza le hería los ojos. La habitación era fría y silenciosa; las paredes blancas parecían tan pálidas como su rostro. El ardor en el estómago y el escozor en las piernas se entrelazaban con cada respiración, desgarrándole el cuerpo y el alma. Fuera de la habitación, las enfermeras charlaban con curiosidad, y ninguna se tomó la molestia de entrar a verla. —¿Supiste? El señor Jacinto llegó al hospital cargando a la señora Berta de la familia Medina. Parecía muy preocupado, y aún sigue acompañándola. —Tsk, tsk, tsk... Y la esposa del señor Jacinto es esta de aquí, ¿no? Está hecha pedazos, y él ni siquiera se ha asomado... —Tal vez solo está nervioso. Al fin y al cabo, la señora Berta lleva en el vientre al hijo póstumo del señor Emiliano. Por respeto a la señora Catalina, supongo que es natural que se preocupe un poco más. —¿Tú crees eso? Je... Al oír aquello, Catalina apretó los puños con fuerza; un zumbido sordo retumbó en sus oídos. ¿Berta, embarazada? Por un momento no supo si debía llorar o reír. No sabía si alegrarse porque Clau tendría una oportunidad de sobrevivir o celebrar que aquella absurda farsa de sustitución finalmente llegaba a su fin. Catalina reía y lloraba al mismo tiempo; las lágrimas rodaban por sus mejillas sin que pudiera contenerlas. Al sentir el calor de aquel llanto, se llevó las manos a la cara y de pronto sintió un dolor punzante en las palmas. Había apretado los puños con tanta fuerza que las uñas le habían abierto la piel, dejando que la sangre fluyera libremente. Pasó un largo rato antes de que recobrara la calma. Luego, apoyándose en la pared, Catalina avanzó hacia la habitación de Berta. Desde lejos, escuchó el sonido de una risa infantil. En la habitación VIP, Clau estaba acurrucado entre Jacinto y Berta. Con sus pequeñas manos, los tomó a ambos por los dedos, obligándolos a entrelazar las manos. —Mamá, aunque tenga un hermanito o una hermanita, no puedes dejar de quererme, ¿verdad? —Tío Jacinto, ¿puedo llamarte papá cuando estemos a solas? Sus grandes ojos inocentes brillaban con adoración, y sus palabras infantiles hicieron que la mirada de Jacinto se suavizara. Berta, fingiendo estar molesta, tocó la nariz de Clau con el dedo, pero el niño se apartó riendo y terminó cayendo en los brazos de Jacinto. Jacinto se tensó por un segundo, pero pronto sonrió y abrazó a Clau con naturalidad. Los tres, juntos, parecían una familia perfecta. Catalina se quedó inmóvil, observándolos. Sintió cómo su corazón se vaciaba poco a poco, como si algo precioso se escapara de su vida para siempre. No supo en qué momento, pero la mirada de Jacinto la alcanzó, y sus ojos se encontraron por un breve instante. El aire pareció detenerse; Jacinto entrecerró los ojos y, con una sonrisa desafiante, rodeó a Berta con el brazo, atrayéndola hacia sí. Catalina no dijo nada. Solo curvó los labios con una mueca amarga antes de darse la vuelta para irse. Sabía que algunas cosas ya no tenían solución. Subió hasta la azotea. Una inquietud inexplicable le recorría el cuerpo, y necesitaba sentir el aire frío para poder respirar. Pero apenas había estado allí unos segundos cuando la puerta detrás de ella chirrió al abrirse. Clau asomó la cabeza y murmuró con timidez: —Tía Catalina... Los ojos de Catalina se humedecieron de inmediato. Durante tantos años, al no tener hijos propios, había querido a ese niño con un cariño sincero. Cada vez que escuchaba su vocecita llamándola con dulzura, sentía cómo el corazón se le ablandaba. Pero esta vez, Clau tiró de la manga de Catalina, levantando la cabeza con una seriedad que rompía el alma. —Tía Catalina, ¿puedes devolverme a mi papá? —Ustedes no tienen que ocultármelo más. En realidad, yo sé que soy hijo del tío Jacinto. Y no quiero que mi hermanito nazca sin tener un papá. Las palabras del niño fueron como puñaladas. Un dolor insoportable atravesó el pecho de Catalina. Nunca habría imaginado que el niño al que había amado y protegido durante tantos años sería el primero en ir a arrebatarle al hombre que amaba. Clau, al no recibir respuesta, comenzó a toser sin parar. Su pequeña cara se enrojeció, y sus manos y piernas temblaban sin control, frágiles como hojas al viento, tan delgadas que parecía que se quebrarían con el más leve movimiento. Aun así, seguía mirándola con desesperación; su respiración se volvió más agitada, y los párpados comenzaron a voltearse. Catalina no se atrevió a esperar más y respondió apresuradamente: —Está bien... está bien... Justo entonces, la puerta volvió a abrirse de golpe. Era Jacinto. No sabía cuánto tiempo llevaba allí escuchando. Jacinto y Catalina se miraron fijamente, y en los ojos del otro se reflejó algo distinto, algo que ninguno se atrevía a nombrar. Permanecieron en silencio hasta que Clau, entre sollozos y jadeos, rompió a llorar. Extendió los brazos hacia Jacinto y dijo con voz temblorosa: —Papá... me duele mucho...

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