Capítulo 3
Aún era una voz temblorosa, cargada de un miedo extremo y una leve esperanza.
—Hoy es estoy ovulando, la probabilidad de éxito debería ser mayor. Si lo posponemos un mes más, las fechas ya no coincidirán.
Catalina quedó atónita por un instante, y de pronto sintió que sus ojos se llenaban de calor.
Sin embargo, apretó con fuerza los labios para contener las lágrimas, y solo dijo mientras detenía el auto: —Vamos a casa.
Tch.
El chirrido de los frenos desgarró el silencio con un sonido agudo. Jacinto giró la cabeza, incrédulo.
—¿A estas alturas, todavía en lo primero que piensas es en la familia Medina?
—¡Catalina! ¿Qué soy yo para ti?
Las palabras se le atoraron en la garganta; Jacinto, con el rostro endurecido, la empujó con violencia contra el asiento y la besó con furia.
¡Pa!
El sonido seco de una cachetada puso fin a toda la locura de Jacinto.
Él se llevó una mano a la mejilla enrojecida y soltó una risa.
Luego abrió la puerta del auto y arrojó a Catalina con brutalidad hacia afuera, antes de encender el motor e irse sin mirar atrás.
Entre la nube de polvo que se levantó, Catalina ya no pudo sostenerse más y cayó al suelo.
Pasó un largo rato antes de que lograra recuperar un poco el aliento, y de repente se dio cuenta de que su bolso seguía dentro del auto.
Pero el vehículo ya se había alejado, así que no tuvo otra opción que caminar sola por el borde de la carretera hacia la siguiente salida.
Era justo la hora de salida del trabajo, y los autos pasaban sin cesar a su alrededor.
De vez en cuando, algún conductor que frenaba bruscamente bajaba la ventanilla para gritarle insultos, con una mirada tan feroz que parecía querer matarla.
Con gran esfuerzo logró salir de la autopista, pero sin teléfono ni dinero, Catalina tuvo que seguir caminando.
El viento nocturno se volvió cada vez más frío, calándole hasta los huesos. Antes de que terminara de estremecerse, comenzó a llover.
Así que tuvo que empezar a correr; en el camino tropezó y cayó, golpeándose las rodillas. El dolor era agudo, y cuando la lluvia las empapó, aquella punzada pareció clavarse hasta el fondo de los huesos.
Cuando por fin regresó a la mansión, ya había pasado la medianoche.
Las luces seguían encendidas, y Jacinto estaba sentado en el sofá junto a la ventana. Al verla llegar empapada y descompuesta, se tensó por un instante, aunque pronto recuperó la compostura.
—¿Por qué tardaste tanto en volver? ¿No soportas verme con Berta o simplemente querías evitar atenderla?
En el aire aún flotaba un leve rastro de aquel "aroma especial". Los dedos de Catalina, colgando a su costado, se crisparon apenas, mientras él señalaba con sarcasmo la cocina. —Hoy Berta ha estado muy cansada. Ve a preparar unas trufas.
En ese momento, en la mansión solo estaban Jacinto, Catalina y Berta.
Roberto y Liliana, para proteger su reputación, habían despedido a todo el personal del servicio.
Catalina se veía obligada a encargarse de todas las tareas domésticas, sin nadie que pudiera ayudarla.
Aquel día había bebido alcohol y luego se había empapado por la lluvia; ya no tenía fuerzas. Apenas dio unos pasos hacia la cocina, las piernas le fallaron y se desplomó en el suelo.
Jacinto, que acababa de subir al segundo piso, se detuvo en seco. Giró un poco la cara para mirarla y soltó una risa fría, cargada de burla. —Fue tu elección. No hace falta que te comportes así. Espero que esas trufas no tarden demasiado.
Bajo la luz amarillenta, su mirada se volvió oscura e impenetrable.
Catalina sonrió con amargura. Permaneció un largo rato en el suelo antes de incorporarse lentamente, encorvándose para entrar en la cocina.
Pronto, el aroma de las trufas comenzó a llenar el aire.
Ella removía la mezcla con movimientos mecánicos, como si entre el vapor hirviente pudiera ver a la mujer que había sido antes.
Antes, había sido el tesoro más querido de Jacinto.
Él jamás le permitía cocinar, bromeando que Catalina debía vivir con elegancia, disfrutando de sus cuidados.
Pero los tiempos habían cambiado. Ahora todo lo que sufría era lo que merecía, lo que estaba destinada a soportar.
Sin darse cuenta, una fina neblina humedeció el borde de sus ojos; no supo si era por el vapor o por las lágrimas.
Con enorme esfuerzo, Catalina subió las escaleras con las trufas en las manos. Apenas se detuvo frente a la puerta, esta se abrió de golpe desde dentro.
Berta gritó y retrocedió, chocando de lleno contra Catalina.
El agua hirviente se derramó, bañando por completo a Catalina.
—¡Ah! —gritó sin poder contenerse. El ardor le cubrió las piernas con un rojo intenso, y el dolor del estómago volvió con furia.
Le costaba respirar; la vista se le nublaba cada vez más.
Jacinto salió finalmente de la habitación, sorprendido por la escena, y avanzó instintivamente hacia Catalina.
Pero en ese instante, Berta se llevó las manos al vientre, pálida, y murmuró entre sollozos: —Ah... me duele el estómago...
El débil gemido de Berta bastó para detener los pasos de Jacinto. Su mirada osciló entre Catalina y Berta, vacilante.
Al final, cargó a Berta en sus brazos y se alejó sin mirar atrás, desapareciendo como una ráfaga de viento.
Catalina ya no podía pronunciar palabra; el dolor era tan profundo que apenas podía respirar. Se aferró con fuerza a la barandilla, sintiendo cómo el frío le invadía el cuerpo.