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Capítulo 2

Como la parte culpable, Catalina se vio obligada a soportar todo tipo de humillaciones. Los ruidos que provenían del cuarto de Jacinto cada noche se volvían más intensos. Al principio se limitaban a la habitación, pero luego el campo de batalla se extendió al salón y al pasillo. Jacinto era un hombre de gran fuerza, y Berta no podía resistirlo; por más que intentara mantener los labios cerrados, siempre terminaban escapándosele gemidos cargados de ambigüedad. Catalina se acurrucaba en su cuarto, intentando taparse los oídos con fuerza, pero ni siquiera le quedaba ese último pedazo de refugio: Jacinto no estaba dispuesto a dejárselo. Entró cargando a una Berta con la ropa desordenada, la mandíbula tensa y erguida, y una mueca fría y burlona en los labios. —Servir a los demás implica saber comportarse como quien sirve. Ese "servir" incluía preparar la habitación antes del acto, atender durante el proceso y limpiar el campo de batalla después. Catalina se volvió cada vez más silenciosa, pero no rechazó nada; bajaba la cabeza y cumplía con todo lo necesario, como una máquina sin emociones. Parecía que, por la familia Medina, ya no le importaba Jacinto. No le importaba que él se acostara con otra mujer, ni siquiera que pudiera llegar a enamorarse de alguien más. Esa indiferencia hacía que las venas en la sien de Jacinto palpitaran con furia. Tras otra noche en la que Catalina le cedió su habitación sin decir una palabra, Jacinto no pudo contenerse y la arrinconó contra la pared. —¿Qué pasa? ¿Por tu familia estás dispuesta a humillarte hasta este punto? —¿O es que, en realidad, lo haces por Emiliano? —¿O tal vez nunca me quisiste? Catalina ya no tenía a dónde retroceder; su respiración se volvió entrecortada y su mente se nubló por completo. No entendía por qué Jacinto debía arrastrar a Emiliano a todo aquello. Pero la realidad no le daba tiempo para pensar. Solo sabía que Clau necesitaba llevar el apellido Medina, y que el hermano o la hermana que podría salvarle la vida solo podría nacer como un hijo póstumo de Emiliano, y, por lo tanto, también debía llamarse Medina. El silencio de Catalina fue toda la respuesta que necesitó. Él le soltó las muñecas y retrocedió lentamente con una sonrisa amarga; cuanto más reía, más se le enrojecían los ojos. —Catalina, si insistes en ser la buena hija de la familia Medina, te lo concedo. Dicho esto, Jacinto volvió a tomarla del brazo y, con brusquedad, la empujó dentro del auto. A mitad del camino, el teléfono volvió a sonar: era la llamada de una cena de negocios que lo apremiaba. Jacinto respondió brevemente, colgó y, con una sonrisa irónica, dijo: —Mi querida esposa, esta noche necesito que me ayudes en la reunión. Al fin y al cabo, si bebo demasiado, no puedo garantizar que el niño nazca sano. Catalina permaneció en silencio, aunque su corazón dio un vuelco repentino. En realidad, no podía beber mucho alcohol. Antes, cuando acompañaba a Jacinto en algunos compromisos, apenas podía soportar unas pocas copas antes de que su estómago se revolviera de dolor. En aquellos tiempos, Jacinto se preocupaba profundamente por ella, permanecía a su lado con ternura y, poco después, no le permitió volver a beber. Pero ahora... El motor del auto rugía con fuerza entre los pensamientos confusos de Catalina, y pronto llegaron al banquete. Jacinto cumplió su palabra: cada vez que alguien proponía un brindis, las copas terminaban acumulándose frente a Catalina. —Bebe. No lo olvides, esta noche todavía tengo una tarea pendiente. Catalina contuvo la respiración; cuando volvió a levantar la cabeza, ya no dudó. Tomó la copa y bebió todo el vino de un solo trago. Todos podían percibir aquella batalla y, buscando agradar a Jacinto, comenzaron a acercarse con sus copas para rodear a Catalina. Ella no pudo evitar girar la cabeza hacia Jacinto; lo vio con una ligera sonrisa en los labios, manteniendo una actitud serena y distante. Catalina sonrió con amargura. Sabía que no quedaba esperanza alguna, así que decidió no rechazar a nadie. Pronto, el malestar en su estómago comenzó a intensificarse. Se disculpó, tambaleándose al salir del salón privado, y se inclinó junto a un cubo de basura, vomitando con fuerza. Cuando ya no le quedaban fuerzas, se desplomó en el suelo. De repente, una sombra se proyectó frente a ella. Levantó la cabeza con torpeza y vio a Jacinto mirándola desde arriba, con una frialdad absoluta en los ojos. Él preguntó: —¿Ya no puedes más? Si apenas vamos por la mitad. Al escuchar eso, Catalina solo pudo presionar con fuerza su abdomen, obligándose a mantenerse consciente. Luego, tambaleándose, volvió a ponerse de pie y caminó de regreso hacia el banquete. La expresión de Jacinto se ensombreció; la tomó del brazo con fuerza, con los ojos llenos de furia. —Heh... claro, por Emiliano, por la familia Medina, eres capaz de arriesgar hasta tu vida. Era la segunda vez que Jacinto mencionaba a Emiliano. Aunque Catalina no entendía por qué, ya no tenía fuerzas para responder; el dolor en el estómago se hacía cada vez más insoportable, hasta casi hacerle perder el conocimiento. Los labios de Jacinto permanecieron tensos, pero un instante después la cargó en brazos, con el rostro endurecido, y la metió en el auto. Apretó el cinturón de seguridad con furia y, rechinando los dientes junto a su oído, le dijo: —No te atrevas a morir antes de ver nacer al segundo hijo de la familia Medina. El auto rugió a toda velocidad, avanzando con fuerza hacia el hospital. Pero apenas habían tomado la autopista cuando sonó el teléfono: era Berta.

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