Capítulo 3
Después de la cena, Sergio terminó completamente borracho.
Los familiares y amigos, preocupados, insistieron en que no se fueran y mejor se quedaran a pasar la noche.
Lucía llamó a una empleada para que la ayudara a llevarlo a su habitación.
Tras terminar de asearse, apagó la luz principal del cuarto, dejando solo la lámpara de noche encendida.
No había pasado mucho tiempo cuando Sergio, medio consciente, abrió los ojos, extendió el brazo y la abrazó con fuerza. —Marti… —murmuró—. Volviste por mí, ¿verdad?
Lucía se quedó rígida, sin atreverse a decirle que se había confundido de persona.
Tardó varios segundos en calmarse antes de devolverle una pregunta: —¿Y tú? Hoy que bebiste así… ¿por quién lo hiciste?
—Por ti, Marti… Solo por ti… ¿No lo entiendes? —respondió él, su voz temblando entre susurros.
Aunque Lucía ya había imaginado la respuesta, escucharla directamente aún así le apretó el pecho con un dolor insoportable.
«Ahora entiendo por qué siempre fingía no beber frente a mí» pensó, sintiendo como si algo se le desgarrara por dentro.
«Era porque tenía miedo… miedo de que, borracho como hoy, se le escapara la verdad.»
Se mordió el labio con fuerza, buscando no romperse, hasta que logró apartarse de sus brazos.
Se encerró en el baño, donde pasó casi dos horas sentada en el suelo, tratando de calmarse.
Cuando por fin se sintió capaz de enfrentarlo, salió… pero la cama estaba vacía.
Lucía abrió la puerta del dormitorio y notó que la luz del sensor del balcón acababa de apagarse.
Caminó despacio, sin hacer ruido, y al mirar a través del ventanal, vio a Sergio parado afuera, junto a Marta.
La oscuridad de la noche ocultaba sus rostros, pero no podía tapar la intensidad de sus voces.
—Ayer dijiste que no volverías a Europa —la voz de Sergio sonaba ahogada—, ¿por qué cambiaste de opinión?
—¿Y tú? —respondió Marta con frialdad—. ¿Por qué te casaste con Luci y nunca me dijiste nada?
Al escuchar ese tono tan tranquilo en Marta, Sergio sintió que toda la rabia que llevaba contenida le estallaba en el pecho.
Perdiendo el poco control que le quedaba, la sujetó con fuerza de la mano:
—¿Por qué crees que me casé con ella? —rugió Sergio, la voz cargada de rabia y desesperación—. ¡Tú deberías saberlo mejor que nadie! Se parece tanto a ti… ¡es tu propia sangre! Solo estando con ella puedo verte abiertamente, sin esconderme como hace unos días en París… esperando horas bajo tu edificio solo para mirarte a escondidas.
Al oír eso, Lucía sintió un latigazo en el corazón, como si le arrancaran el alma.
«Así que fue por Marta…» pensó, las uñas clavándosele tan fuerte en las palmas que casi se hirió.
Marta, impactada, apenas pudo murmurar: —¡Estás loco!
—¡Sí, estoy loco! —Sergio rió amargamente—. ¡Desde el día que te empeñaste en dejarme, me volví loco! ¿No lo sabías? ¡Te quiero a mi lado! Aunque sea a través de un simple reflejo tuyo… ¡aunque solo sea una sombra, me basta para sobrevivir!
La crudeza de sus palabras dejó a Marta sin reacción, como si el aire mismo se hubiera vuelto más pesado entre ellos.
Pasaron varios segundos antes de que ella, tragándose el nudo en la garganta, lograra hablar: —Sergi… ¿Y Luci? —preguntó, con una tristeza que la quebraba—. Llevan tres años casados… ya van a tener un hijo… ¿nunca, ni un poco, has sentido algo real por ella?
Sergio soltó una carcajada oscura y amarga: —¿Sentir algo? —escupió las palabras—. ¡Marta Pérez, ella nunca fue más que un reemplazo! ¿Cómo podría enamorarme? Y si alguna vez sentí algo… fue porque al verla, veía tu rostro… ¡y en mi mente solo estabas tú!
Inspiró hondo, como si tratara de controlar el temblor de su cuerpo, pero sus palabras no hicieron más que volverse aún más aterradoras: —Nuestro hijo nacerá pronto. Ya pensé en el nombre: Martín Franco.Tu nombre… y el mío. ¡Así siempre estaremos juntos!
Lucía, al otro lado del ventanal, sintió cómo todo su cuerpo se congelaba.
"Martín Franco…", repitió en su mente, y una oleada de frío la envolvió de pies a cabeza.
Cerró los ojos con fuerza, recordando las noches de pasión después del matrimonio, el nerviosismo casi infantil de Sergio cuando supieron del embarazo…
Mordiéndose el labio hasta casi sangrar, reprimió los sollozos que amenazaban con desgarrarla por dentro.
No le quedó ni una gota de fuerza. Apoyándose en la pared, con pasos tambaleantes, se alejó de aquel lugar que ya no era un hogar, sino un campo de ruinas.
Las voces de la discusión se fueron apagando tras ella.Justo antes de cerrar la puerta de la habitación, escuchó la voz de Marta, fría como una daga: —¿No tienes miedo de que Luci descubra toda la verdad?
—¡Ella nunca lo sabrá! —soltó Sergio con una seguridad casi fanática—. ¡Y aunque lo supiera, me ama tanto que jamás me dejaría!
¿De verdad sería así?
Lucía, con una mano en su vientre aún plano, curvó los labios en una sonrisa devastadora. «No, Sergio… te equivocas» pensó mientras sentía un temblor recorrerle todo el cuerpo.
Ella lo haría.
Destruiría con sus propias manos la jaula dorada que él había construido para encerrarla, y volaría hacia su libertad… sin volver jamás la vista atrás.
Esa noche, Sergio no regresó.
Al amanecer, Lucía ya estaba en pie.
Sin hacer ruido, sin molestar a nadie, se marchó sola a casa.
Con paso firme, recogió sus documentos y se dirigió a tramitar su solicitud de inmigración.
Cada firma, cada sello, era como una puñalada más que la liberaba poco a poco. Justo cuando terminaba con los trámites, recibió una llamada inesperada: era Marta.
—Luci —se oyó la voz suave al otro lado del celular—, ¿hoy podrías acompañarme al cementerio? Quisiera visitar la tumba de tu padre… y también limpiar la de mi hermana.
La madre de Lucía había muerto cuando ella era apenas una niña, y los lazos con la familia de su abuela materna se habían ido enfriando con el tiempo.
Aunque ella y Marta solo se llevaban cinco años, su relación no era especialmente cercana.
Aun así, Marta iba a rendir homenaje a sus padres. No podía negarse.
Compró un ramo de flores y se dirigió al cementerio. Apenas puso un pie en la entrada, vio estacionado no muy lejos un auto deportivo que conocía demasiado bien.
Era Sergio.
Él también la vio. No tardó ni un segundo en bajarse del carro y acercarse a ella con expresión preocupada: —¿Por qué no me avisaste? Yo hubiera venido contigo…