Capítulo 1
Sofía era hija del chofer de la familia Escobar.
En teoría, una mujer como ella nunca habría llamado la atención de los Escobar, pero tras quedar ciego en un accidente, Matías cambió por completo y solo escuchaba a Sofía.
Durante tres años, Sofía lo cuidó con esmero, y la familia Escobar, en agradecimiento, anunció públicamente que era su prometida.
El día del compromiso, Matías recuperó la vista de forma inesperada, y la ceremonia tuvo que suspenderse.
En su habitación, gritaba fuera de sí:
—Ahora que recuperé la vista, ¿por qué tendría que casarme con la hija de un chofer? ¿Acaso mi familia se ha arruinado?
Su madre, Claudia, aunque estaba llena de alegría, fingió estar en una posición difícil.
—Si no fuera por Sofía, no te habrías recuperado tan rápido. No se olvida a quien te ayudó en los peores momentos.
—Pero los sentimientos no se imponen. ¿Por qué no se dan un tiempo? Si tras convivir un poco siguen sin entenderse, pueden separarse.
Así, aquel compromiso se convirtió en una farsa.
Dijeron al público que Matías necesitaba tiempo para recuperarse completamente, pero todos sabían la verdad: despreciaban a Sofía y querían deshacerse de ella.
Aun cuando la familia actuó de forma injusta, las críticas recayeron únicamente sobre Sofía.
—Mírala, una simple sirvienta soñando con ser la esposa del joven Escobar.
—Exacto, ¿quién se cree? Si fuera tan fácil casarse con un millonario, yo pediría nacer como niñera en mi próxima vida.
Mientras tanto, Sofía seguía de rodillas ante Claudia, en su despacho, manteniendo el respeto en medio del escándalo público.
—Los sentimientos no se pueden imponer. Matías no te ama. Aunque lo obligara a casarse contigo, no serías feliz.
—Pero reconozco tu entrega y todo lo que hiciste por él. Te daré tres meses: si él acepta, la boda seguirá adelante; si no, te entregaré un millón de dólares y con eso se acabará el vínculo entre tú y Matías. ¿Qué dices?
Sofía mantuvo la mirada baja; sus pestañas ocultaban las sombras de cansancio bajo sus ojos.
Asintió con calma, sin levantar la vista.
Cuando se disponía a marcharse, escuchó la voz de Claudia detrás de ella:
—Los ojos de Matías acaban de recuperarse, no puede beber alcohol. Ve a buscarlo y tráelo de vuelta.
Su padre, Daniel Delgado, la llevó en carro hasta la entrada del bar. Afuera llovía. Sofía se disponía a abrir el paraguas para bajar, pero Daniel se lo quitó de las manos.
—Claudia quiere que Matías te vea empapada por la lluvia. Así se compadecerá de ti.
El clima no era cálido; la lluvia caía mezclada con un viento frío que se estrellaba contra la piel de Sofía, haciéndole erizar la piel.
—Papá, ¿de verdad tiene que ser así?
Daniel enrojeció los ojos.
—Ellos le salvaron la vida a tu madre, y también nos dieron un techo donde vivir. No podemos olvidar lo que nos han hecho.
—Ya presenté mi renuncia. En cuanto se apruebe, nos iremos de aquí.
Sofía esbozó una sonrisa amarga, dio media vuelta y entró en el bullicioso bar.
El aire acondicionado estaba fuerte, y apenas cruzó la puerta, un escalofrío le recorrió el cuerpo. Entonces lo vio: Matías, en el centro del salón, rodeado de mujeres hermosas, disfrutaba con insolente despreocupación.
Sofía se acercó, pero era como si los demás no la vieran; nadie le permitió acercarse a Matías.
Sin alternativa, alzó la voz. Sin embargo, antes de terminar de hablar, una copa salió disparada hacia ella.
El ambiente se congeló al instante.
—¿Qué haces gritando así? Me asustaste.
Le bastó una mirada para mostrar su desdén. Nadie imaginaría que ese hombre altivo fue quien la noche anterior la abrazó con ternura.
Sofía bajó la mirada y murmuró con suavidad:
—Tus ojos acaban de sanar, no deberías beber tanto. Vámonos, por favor.
Tres segundos de silencio, y luego estallaron las risas.
—Matías, ¿tu sirvienta vino al bar a darte órdenes?
—He oído hablar de hombres dominados por sus esposas, ¡pero nunca de un sirviente tan obediente!
Y alguien más añadió: —Esa muchacha te cuida tanto, ¿por qué no me la prestas un rato? También quiero saber qué se siente ser atendido así.
Matías se recostó en el sofá, exhalando una nube de humo, con una sonrisa entre irónica y cruel.
—Sofía, si me haces quedar mal delante de todos, ¿podrás soportar las consecuencias?
Ella permaneció en silencio. Entonces él colocó una botella de vino tinto sin abrir a sus pies y, con un leve movimiento, la hizo rodar hasta donde estaba Sofía.
—Muéstrame tu sinceridad. Si lo haces, me iré contigo.
Sofía llevó instintivamente la mano al vientre. Ese día había empezado su periodo y el dolor la desgarraba.
Durante tres años, Matías solía cuidarla con ternura cada vez que eso ocurría. Le decía: —Tú me cuidas a diario, ahora me toca a mí.
No entendía por qué, al recuperar la vista, se volvió un extraño. Aun así, pensó que tal vez aún le quedaba algo de cariño.
Estaba a punto de hablar, cuando notó cómo Matías observaba su mano sobre el abdomen con una mueca burlona.
Sofía lo entendió al instante.
Tomó la botella, retiró el corcho y la levantó. Bebió de un trago, sin pausas.
Matías la miraba sin apartar la vista. Tragó saliva, sintiendo la corbata apretarle el cuello, la boca seca, la respiración agitada.
Un segundo después, Sofía quedó colgando sobre su hombro: Matías la había cargado y, sin decir palabra, la llevó a un reservado vacío.