Capítulo 2
Sofía no alcanzó a decir una palabra; Matías la empujó contra la pared de inmediato. Intentó resistirse, pero él le sujetó las manos sobre la cabeza, mientras su voz, grave y peligrosa, le rozaba el oído:
—¿Tanto lo deseas, Sofía? ¿Te mueres de ganas por provocarme delante de todos?
Sus manos, acostumbradas a recorrer su cuerpo, se deslizaron bajo la blusa de ella, explorando con dominio. Pero cuando bajó más y rozó la compresa sanitaria, se quedó inmóvil.
El cuerpo entero de Matías se tensó; soltó una maldición entre dientes.
—Maldita sea, se me había olvidado esto.
Matías la sacó del reservado y llamó con la mirada a una mujer, que corrió hacia él con una sonrisa insinuante.
La puerta se cerró. El rostro de Sofía perdió todo color; parecía una figura translúcida.
Sofía dio unos pasos hacia la salida, pero la voz perezosa de Matías la detuvo:
—Sal a comprarle algo de ropa, de tu talla. La suya se la rompí.
La puerta volvió a cerrarse, y del interior se oyeron risas y gemidos entrecortados.
Las carcajadas de los presentes llenaron el lugar. Algunos miraron a Sofía con descaro.
Uno de ellos intentó acercarse, pero otro lo detuvo.
—¿Olvidaste la regla de Matías? Ningún hombre puede tocar a una mujer suya, a menos que él mismo la deseche.
Sofía se quedó helada. Sabía bien cómo era Matías, sabía que en el fondo siempre había tenido algo de crueldad, pero escuchar aquellas palabras con sus propios oídos le resultó insoportable.
De pronto sonó su teléfono. Era la voz de Claudia, furiosa:
—Sofía, el acuerdo de tres meses apenas empieza, ¿y ya convenciste a tu padre de renunciar? ¿Temes que no te trate con suficiente respeto? Te lo advierto: si Matías no te deja ir, no te moverás de ahí.
—Y si lo haces enojar, mandaré a tu padre a trabajar a África. Él tiene problemas del corazón, ¿no? A ver si te parece que podrá sobrevivir tres meses allá.
Claudia colgó. La amabilidad que madre e hijo alguna vez mostraron se había hecho añicos para siempre.
Sofía dio media vuelta y se dirigió a la zona de ropa.
Compró una prenda y regresó. Matías la esperaba recostado contra el marco de la puerta.
Al verla volver, tomó la bolsa y se la arrojó a la mujer. Poco después, se oyó su voz emocionada:
—¡Vaya, me queda perfecta!
Matías exhaló una nube de humo:
—Claro. Tienen el mismo cuerpo. Y yo, precisamente, conozco muy bien el de ella.
Dijo esas palabras con absoluta frialdad, sin el menor pudor ni consideración por Sofía, que apretó los puños con tanta fuerza que las uñas se le clavaron en la carne.
La mujer salió del reservado, voluptuosa, con una sonrisa provocadora dirigida a Sofía:
—Vaya suerte la tuya. Haber tenido a Matías tanto tiempo para ti sola.
Luego volvió a su asiento entre risas y comentarios obscenos.
Matías apagó el cigarrillo con el pie y le hizo una seña a Sofía:
—Vamos. Estoy de buen humor, así que hoy iré contigo a casa.
Sofía dio un paso al frente. Entre la lluvia, el dolor y el cansancio, todo le daba vueltas. Sintió el brazo de Matías sobre su hombro y casi cae.
Su aliento cálido le rozó el oído:
—¿Ya no puedes ni sostenerme? En la cama no eras tan frágil.
Se mordió la lengua; el sabor a sangre la mantuvo consciente. Fingiendo calma, lo sostuvo hasta la salida.
Al verla tan serena, a Matías le despertó el juego. Decidió dejar caer todo su peso sobre ella.
Sofía no pudo más; torció el pie y tropezó contra otra persona.
De pronto, Matías tropezó y cayó, arrastrando a un camarero. La bandeja se volcó y ambos terminaron empapados en vino.
Matías apretó los dientes y gruñó: —¿Quién demonios me empujó?
Cuando vio el rostro del hombre a su lado, una chispa encendida le recorrió la mirada. Lo sujetó por el cuello de la camisa y comenzó a golpearlo sin control.
Sofía se dio cuenta entonces de quién era: aquel hombre había sido amigo de Matías. Habían corrido juntos una carrera de autos; el carro del otro perdió el control y chocó contra el de Matías. Él salió ileso, pero Matías quedó en coma dos semanas y perdió la vista.
Desde entonces, el hombre había desaparecido, incapaz de enfrentar su culpa. Y justo esa noche, el destino lo había puesto frente a él.
Matías golpeó sin parar hasta que sus amigos lo separaron. Al ver a Sofía quieta y en silencio, frunció el ceño, molesto.
—¿No podías ayudarme? ¿O esperas a que me maten para irte con otro?
Sofía apretó los labios. Al girar la cabeza, vio al hombre en el suelo, ensangrentado, buscando a tientas una botella rota.
Intentó esquivarlo, pero resbaló. Cayó sobre Matías y el golpe que iba para él la alcanzó a ella.
El impacto le dio en la nuca. Sofía se desvaneció al instante.