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Capítulo 7

Al día siguiente, llegó un visitante inesperado al apartamento. Ana se plantó en la puerta con una actitud altiva, mirando con desprecio a Patricia y a Hugo, seguida de dos corpulentos guardaespaldas. Se apartó un mechón de cabello y dijo: —No me malinterpreten, no vengo a abusar de mi posición. Fue Marcos quien me los asignó; dijo que temía que alguien quisiera hacerme daño, y no pude rechazarlo. Patricia rechinaba los dientes de rabia, pero no se atrevía a hacer nada. Al día siguiente, podría irse con Hugo y no quería buscar más problemas. —¿A qué vienes? —Les traje un regalo. —Ella curvó sus labios rojos—. Marcos dijo que, a partir de ahora, yo me encargaré de criar a Hugo, así que vine a ganarme su cariño. Los guardaespaldas sacaron de detrás de ellos un montón de modelos de Lego. El niño, encogido detrás de Patricia, gritó: —¡Vete! ¡Te odio! Ana no se enojó; se cubrió los labios y rio: —Hugo, yo soy tu mamá. Si me odias, recibirás un castigo. Patricia lo protegió y le pidió que se marchara. Pero Ana levantó las cejas. —No te apures, aún no he sacado tu regalo. Enseguida, uno de los guardaespaldas mostró una urna funeraria. El nombre en la urna hizo que las pupilas de ella se contrajeran. ¡Era el nombre de su madre! Fuera de sí, extendió la mano para quitársela, pero no alcanzó nada. —¡Devuélvemela! Ana, con aire triunfante, agitó la mano y ordenó: —¡De rodillas! Patricia odiaba a Ana y a Marcos con todo su ser; aunque muriera ahí mismo, debía recuperar las cenizas de Silvia. Le apretó el cuello con tal rapidez que ni los guardaespaldas alcanzaron a reaccionar. Una cachetada estalló en la mejilla de Ana. Pero, ella le dijo: —¡Te atreviste a pegarme! —¡No solo a pegarte! ¡También quiero matarte! ¡Pagarás con tu vida la de Silvia! —Sus manos se cerraban cada vez más, con tanta fuerza que hasta los guardaespaldas se sobresaltaron. Pero pronto la apartaron, sujetándola con violencia, mientras Ana se inclinaba tosiendo con fuerza. —¡Vayan! ¡Vacíen las cenizas en el inodoro y arrástrenlos! Los ojos de Patricia casi se desgarraron. —¡No te atrevas! ¡Maldita seas! Los guardaespaldas entraron al baño. Ella, presa del pánico, empezó a suplicar, mientras Ana reía con desenfado, disfrutando de su dolor. Ella vio cómo las cenizas caían por el inodoro. —¡No! ¡Te lo ruego! ¡Me arrodillo! ¡Te suplico que no lo hagas! Entonces, Hugo se lanzó contra Ana, pero ella lo apartó de una patada y fue ella quien presionó el botón. —¡Silvia merecía morir! ¡Ustedes también merecen morir! Ya ha desaparecido Silvia... ¿quién será el siguiente? Su risa era la de un demonio. —¿Qué están haciendo aquí? —La puerta se abrió de improvisto. Marcos apareció arrugando la cara. Ana cambió de expresión rápido y, de inmediato, se tapó la cara para echarse en brazos de él. —Yo vine a traerle un regalo a Hugo, pero... Patricia me dio una cachetada y hasta incitó a Hugo a odiarme... La huella roja de la cachetada encendió al instante la ira en el corazón de Marcos. Hugo no se atrevía a acercarse a él; entre sollozos, defendió a su mamá. —¡No es cierto! ¡Es esta mala mujer, ella fue la que con la abuela...! —¡Cállate! —La cara de Marcos se tornó sombrío—. ¿Así es como le enseñas a Hugo? Patricia miraba el baño y él lo tomó como un insulto. Enfurecido, dijo: —¡Denle noventa y nueve cachetadas para que aprenda! Los guardaespaldas se abalanzaron. El niño, desesperado, se interpuso con su pequeño cuerpo, pero fue inútil. Muy pronto, la cara de Patricia se hinchó hasta deformarse; aun así, no pronunció ni una sola súplica. "¡Puf!" Un diente cayó al suelo. A Marcos le dolió en el alma y le ordenó: —¡Patricia! ¡Pídele perdón a Anita ahora mismo y te perdonaré! Ella, con los labios hinchados, se limitó a sacudir la cabeza con obstinación. Las noventa y nueve cachetadas terminaron; hasta las manos de los guardaespaldas estaban adoloridas, pero Patricia mucho más. Ella cayó desmayada sobre el suelo. Cuando volvió en sí, estaba tendida en una cama de hospital. Junto a ella, estaba Marcos con una expresión helada. —Anita es generosa. Te permite quedarte en Puerto Marfil y también que veas a Hugo de vez en cuando. Además, yo me encargaré de tu sustento. La muerte de Silvia fue un accidente, así que compórtate; no dejaré que a ti ni a Hugo les falte nada. Él conocía bien el carácter indomable de Patricia; en su día, esa firmeza interior fue lo que lo atrajo, pero se había convertido en su dolor de cabeza. Esperaba que ella lo rechazara o armara un escándalo, pero no fue así. Con la voz rota y los labios apenas moviéndose, ella respondió con dificultad: —Acepto... Hoy es mi cumpleaños... ¿Podría dejar que Hugo me acompañe un rato...? Marcos se sorprendió de su cambio. Aunque al instante pensó que quizá la muerte de Silvia la había hecho reflexionar. Y lo consideró algo positivo. Así que, ordenó que llevaran a Hugo con ella. Le dijo a Patricia que descansara bien y prometió que más tarde iría a verlos. Después se marchó. Patricia siguió con la mirada la espalda que se perdía por la puerta. En sus ojos se apagó la última chispa de esperanza. Seis años... y él ni siquiera recordaba su cumpleaños. Ella, haciendo un esfuerzo sobrehumano, se puso de pie y abrazó a Hugo. —Hijo, nos vamos... De ahora en adelante, solo tendrás a mamá... El niño, entre sollozos, asintió. —Mamá, no te preocupes, yo cuidaré de ti por la abuela. Un nudo amargo le subió al pecho; ¡él lo entendía todo! Patricia se puso en contacto con Javier y, con la nueva identidad que él le había proporcionado, se dirigió al aeropuerto para abordar el avión. Justo cuando ella y Hugo estaban por entrar al control de seguridad, varios guardaespaldas vestidos de negro, corrieron hacia ellos. Ella, apretando la mano de Hugo, echó a correr, pero enseguida apareció otro grupo de guardaespaldas delante, rodeándolo por ambos lados. Hugo soltó su mano, le lanzó una profunda mirada y corrió hacia una zona con menos gente. Alzó su pequeña cara y le dio una despedida. —Mamá, ¡espera a que yo vaya a buscarte! Patricia fue empujada por un grupo de turistas hacia el control, mientras veía impotente cómo se llevaban a Hugo. Aturdida y desolada, subió al avión rumbo a California. Desde la ventanilla, contempló el Puerto Marfil iluminado de luces. Las personas que la amaban habían quedado atrás. El rugido de las alas la acompañó, llevándose con él, su anhelo de libertad y de esperanza.

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