Capítulo 1
El hijo, de cuatro años, de María García murió trágicamente bajo las llantas de un carro.
En el entierro, María se arrodilló frente a la tumba, desgarrada por el dolor, cuando la asesina, Ana Fernández, apareció para arrojar excrementos sobre la lápida y decir palabras maliciosas.
—Temo que tu hijo no pueda descansar en paz, así que deseo que pronto renazca.
María temblaba de furia, y al día siguiente denunció a Ana ante el tribunal.
En la audiencia, la gente murmuraba que Ana tenía un poderoso respaldo y que no era alguien a quien convenía enfrentar.
María no presto atención. Como abogada, en sus cinco años de carrera nunca había perdido un caso, y estaba convencida de que ese día tampoco sería la excepción.
Sin embargo, a pesar de contar con pruebas concluyentes, Ana fue absuelta y en cambio María fue acusada del crimen de haber asesinado a su propio hijo.
Quien dictó la sentencia condenatoria fue su esposo, Alejandro González, un juez con el que había compartido cinco años de vida matrimonial.
Ella era una abogada conocida como el "mito invicto" y él, era un ilustre juez recto y severo; desde que se casaron, ambos habían sido considerados en el gremio como una pareja de ensueño.
Pero al mirar los ojos de Alejandro, tan imparciales como siempre, María por fin comprendió: él era el poderoso respaldo de Ana.
Tres años de prisión le trajeron un sinfín de tormentos.
Tanto físicos como psicológicos.
Y, aun así, siempre había deseado una respuesta.
El día de su liberación, ella caminó durante horas hasta el jardín de infancia donde había ocurrido la tragedia de su hijo, solo para encontrarse con una escena que le heló la sangre.
Alejandro estaba recostado en su auto, fumando. A su lado, la hermosa, radiante y sensual Ana caminaba tomada de la mano de un niño pequeño que se dirigía hacia él.
El niño gritó con entusiasmo: —¡Papá!
Alejandro arrojó el cigarrillo de inmediato, se inclinó y lo alzó con una mano. —¿Hoy te portaste bien y obedeciste a mamá?
El pequeño miró a Ana y asintió con fuerza.
—¡Sí!
Ana, replicó con coquetería: —Cariño, ¿cómo puedes decir eso? El profesor dijo que nuestro hijo es el niño más obediente que ha conocido.
¡Sus palabras hirieron profundamente a María!
¿Cariño? ¡Si su matrimonio con Alejandro aún no había terminado!
¿Hijo? ¿Acaso no había muerto su hijo a manos de Ana hacía tres años?
Pero la escena frente a sus ojos era tan real que María podía distinguir cada destello de la sonrisa en la cara de Alejandro.
Sintió como si le hubieran hecho un enorme agujero en el pecho, por donde se colaba un viento helado.
El frío se extendió por sus extremidades, penetrando sus huesos como agujas.
El dolor hacía que María temblara sin control, y se mordió los labios hasta sacarse sangre para tragarse a la fuerza los sollozos.
Así que él la había enviado a prisión solo para convertirse en esposo de Ana.
Pero María no entendía: ¿por qué dar tantas vueltas?
Bastaba con que él le dijera una sola oración "quiero divorciarme". Ella jamás se lo habría puesto difícil.
Bajó la mirada hacia el celular: el fondo de pantalla aún era la foto de ambos cuando habían ingresado al Facultad de Derecho, dos caras sonrientes, ingenuas y llenas de esperanzas hacia el futuro.
Ambos venían del campo, pero, comparado con María, Alejandro había tenido una vida aún más dura.
Su madre lo había abandonado poco después de darlo a luz, expulsada a golpes por su padre; un hombre que se entregaba sin medida a la bebida, al juego, a las prostitutas, y a todos los vicios.
El Alejandro que ella recordaba era un niño demacrado, con la piel amarillenta y cubierto de heridas.
Ella no lo soportaba, y cada día en la comida apartaba la mitad de su almuerzo para dárselo. Más tarde, incluso lo defendió, y por ello recibió una brutal paliza por parte de su padre ebrio.
Por suerte, después de aquel día, el padre de Alejandro fue condenado a prisión por lesiones personales.
María todavía recordaba que en el hospital Alejandro, de pie junto a la cama, la miraba con los ojos enrojecidos y le dijo: —María, cuando crezca seré juez y mandaré a prisión a todos los que te hagan daño.
Y cumplió su promesa. Ingresó en el Facultad de Derecho y, con su propio esfuerzo, rompió el mito de que alguien de origen humilde no podía ascender, convirtiéndose oficialmente en juez.
Ella, por su parte, también con esfuerzo se convirtió en abogada.
Ese mismo año, ambos empezaron a trabajar, celebraron su boda, nació su hijo y se mudaron a una nueva casa: los cuatro grandes hitos de la felicidad en la vida se habían cumplido.
El día que se instalaron en su nuevo hogar, Alejandro, siempre tan reservado en sus emociones, lloró.
La abrazó a ella y al niño, y conmovido dijo: —Cariño, encontrarte ha sido la mayor dicha de mi vida.
Ella también lo creyó entonces: que, tras tanto sufrimiento, al fin llegaba la felicidad.
Jamás imaginó que un día esa felicidad se destruiría de manera tan absoluta.
Su hijo había muerto bajo las llantas del carro de Ana, y su marido se había convertido en el títere de ella, incluso tenían un nuevo hijo.
—Cariño, hoy parece que es el día en que María sale de prisión, ¿no piensas hacerte cargo de ella?
La voz de Ana devolvió a María a la realidad.
Alzó la vista y vio el perfil de Alejandro, atractivo bajo la luz del atardecer, pero implacable.
—¿Acaso no sabe volver sola a casa? ¿Por qué tendría que ocuparme de ella?
Las uñas se le clavaron en las palmas de las manes, y la sangre goteó sobre sus pantalones desgastados.
María miró impotente cómo los tres subían al auto de lujo y desaparecían de su vista.
Temblando, marcó el número de su amiga Carmen Rodríguez.
—Carmencita, ayúdame en algo…
—¡Dímelo sin reparos!
Durante esos tres años, solo Carmen había ido a verla a prisión de vez en cuando; era la única persona en la que María podía confiar.
—Quiero reabrir el caso y limpiar mi nombre.
Al otro lado hubo unos segundos de silencio, hasta que se escuchó la voz firme de Carmen.
—La verdad es que en estos tres años he estado buscando pruebas para ti. Dame siete días más y haré justicia.
Lágrimas de gratitud brotaron de los ojos de María.
Al colgar, se dio cuenta de que no tenía un hogar al que volver; el único lugar era la casa que había compartido con Alejandro, donde aún permanecían muchas pertenencias de su hijo…
Tras una hora más de camino, por fin llegó a la puerta conocida.
El tiempo había pasado, pero Alejandro ni siquiera había cambiado la cerradura.
María reunió todo su valor para abrir la puerta, quedando paralizada en el umbral.
Todo estaba igual, salvo por un detalle: la foto familiar que colgaba en el salón ya no estaba.
Las flores sobre la mesa se veían frescas, como si ella hubiera salido de casa apenas el día anterior.
De pronto, un clic sonó detrás de ella.
Alguien había llegado.
Al girarse, se encontró con los ojos sombríos y profundos de Alejandro.
Ninguno de los dos dijo nada.
María se sorprendió: estaba solo.
Hasta que él dejó el paraguas a un lado, preguntó con voz ronca:
—¿Cuándo volviste? ¿Por qué no me llamaste para que fuera a recogerte?
Caminó rápido hacia el baño y al poco rato regresó con una toalla nueva que le tendió.
María no alargó la mano.
—Como conozco el camino, volví por mi cuenta.
Lo dijo con doble sentido.
Alejandro pareció no entender, y enseguida le sirvió una taza de té caliente.
—Toma un poco de té, no vayas a resfriarte.
El vapor ascendía. María tomó la taza y la sostuvo con fuerza, absorbiendo desesperadamente aquella pequeña porción de calor.
Cuando Alejandro estaba por girarse una tercera vez, la taza cayó al suelo y se hizo añicos con un golpe seco.
La voz de María temblaba.
—Alejandro, ¿no quieres hablar conmigo de lo que pasó hace tres años?