Capítulo 9
La fiesta aún no había terminado, pero Ana no lograba encontrar por ninguna parte a Alejandro.
Lo llamó por celular y solo escuchó una respuesta ronca.
—Me siento un poco mal, me voy a casa.
Ana no sospechó nada y lo consoló con suavidad. —Entonces, descansa. Cuando regrese te prepararé algo de cenar.
Antes de que terminara de hablar, la llamada ya se había cortado.
Mientras tanto, Alejandro regresaba aturdido a la oficina de la Tribunal. Del fondo de un cajón sacó un pequeño cactus.
Se lo había regalado María el primer día de trabajo, diciéndole que, al igual que ese cactus, él poseía una vitalidad indomable, y que esperaba que siempre mantuviera su esencia, que nunca se rindiera.
Ahora, el cactus estaba marchito, como él mismo, podrido hasta lo más hondo de su ser.
Con gesto mecánico, extendió la mano y la apoyó sobre las espinas.
Las pequeñas púas se clavaron en su palma, y aquel dolor punzante, en lugar de abatirlo, le dio un instante de lucidez.
En ese momento, su asistente llamó

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