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Capítulo 4

En un instante, el cuero cabelludo de Lucía pareció estallar y todo su cuerpo se estremeció hasta quedar entumecido. —Tú… ¿Tú lo sabías? Su voz tembló y toda la fuerza abandonó su cuerpo en un instante. ¡Sabía que ella era Lucía! ¡Pero aun así… aun así había elegido tratarla de esa manera! La voz de Ramón sonó ronca, con un matiz leve de desdén. —El primer día que entraste a la familia Guzmán, ya lo supe. Tu maquillaje era torpe, y tus métodos para perseguir a alguien también. —¿Por qué lloras? Acostarte conmigo fue voluntario; ¿acaso no lo disfrutaste? —No eres más que una pequeña maquilladora; si quieres obtener algo que no te pertenece, debes pagar el precio correspondiente. Lucía no podía creer lo que había oído. —Entonces, tu amabilidad conmigo… lo que me contaste de tu vida… tu confianza en mí… ¿Qué significaban? Al escucharla, Ramón se echó a reír. —Solo era un juego; no tenías por qué tomarlo en serio. Cada palabra era hielo templado con veneno, desgarrando sin piedad el último hilo de dignidad que le quedaba a Lucía. Su amor ardiente, su acercamiento cauteloso. Todas aquellas veces en la cama que la habían hecho sonrojar y, al mismo tiempo, enamorarse. Las incontables noches en vela, atormentada por la culpa. La confesión que había hecho con determinación, aun a costa de arruinar su propio futuro… ¿Para Ramón todo eso no había sido más que un juego? Ahora, para proteger a Sofía, ¡era capaz de humillarla de una forma tan vergonzosa! ¿En qué había convertido Ramón el amor de Lucía? Llena de rabia e impotencia, ella agachó la cabeza y le clavó los dientes en el brazo. Aprovechando el instante en que él sintió dolor, lo empujó con fuerza. —¡Lárgate! ¡No voy a seguir siendo esta falsa Rosa! Ramón la miró con calma, como si quisiera decir algo. Al final, soltó una risa desdeñosa, abrió la puerta y se marchó. Como un puñetazo hundido en algodón, la vergüenza y la derrota aplastaron por completo a Lucía. Se apoyó contra la pared helada, escuchando afuera las burlas y carcajadas que volvían a encenderse. —¿Una simple maquilladora queriendo casarse con una familia rica? De nada le sirve ser buena en la cama ni gemir bonito. —Nuestro señor Ramón le soltó un par de historias inventadas y ella se lo creyó todo. ¡Jajajaja, qué mujer tan patética! … Lucía cerró los ojos y sintió cómo algo se hacía pedazos dentro de su pecho. Abrió la puerta, tomó una botella de licor y la estampó con fuerza en la cabeza de Ramón. —¡¡Ah!! Ramón cayó al suelo, con la cabeza ensangrentada y una expresión de incredulidad. Todos gritaron y retrocedieron. —¡¿Por qué golpeas al señor Ramón?! ¡¿Estás loca?! Lucía los miró con frialdad, mordiendo los dientes, pronunciando cada palabra: —Nadie puede engañarme ni humillarme. ¡Ni siquiera Ramón! Y si alguno de ustedes no puede controlar su lengua, la próxima vez, ¡lo pagaré cien veces más! En los ojos de Ramón apareció un destello de sorpresa. Pero solo por un segundo; enseguida recuperó su habitual frialdad. Se limpió despacio la sangre que resbalaba por su sien, como si simplemente se limpiara el sudor. —Detente, Lucía. Tengo algo que decirte. Antes, Lucía habría inclinado la cabeza ante él sin dudar. Pero ahora, sus ojos eran hielo puro. Se dio la vuelta, tomó el picaporte de la puerta del reservado y se dispuso a irse. Era la primera vez que lo ignoraba. Una sombra de enojo cruzó los ojos de él. A grandes zancadas, la alcanzó y le agarró la muñeca. —Tú… Antes de que pudiera terminar la frase, ¡Pum! Sofía, con los labios apretados, estampó una botella rota en la parte posterior de la cabeza de Lucía. —¿Tú qué cosa eres? ¡Sedujiste a Ramón y todavía te atreves a dejarlo en ridículo! ¡¿Por qué no te mueres?! Un dolor atroz recorrió a Lucía, que cayó al suelo sin fuerzas. En su visión teñida de rojo por la sangre, vio a Ramón tomar las manos de Sofía como un loco, con los ojos enrojecidos al ver el corte en el dorso de sus dedos. —¡Llamen a una ambulancia! ¡Rápido! Gritó como si hubiera perdido la cordura, cargó a Sofía en brazos y salió corriendo del reservado. Alguien lo llamó: —¡Señor Ramón! ¿Y Lucía? ¡Está más grave! Está perdiendo mucha sangre; los labios ya se le pusieron blancos. ¡Deberíamos llevarla a un hospital antes! La voz de Ramón resonó en el pasillo. —¿Para qué preocuparse por ella? ¿Cómo va a compararse con Sofía? Mientras su conciencia se desvanecía, Lucía esbozó una sonrisa amarga. Él tenía razón; en su corazón, había una sombra de enredaderas mustias y una luna creciente que le acariciaba el pecho con suavidad. Naturalmente, no había comparación posible.

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