Capítulo 1
Tras 999 intentos fallidos de seducir a su esposa, Bruno García marcó el número de su hermana:
—He decidido divorciarme.
Al otro lado, hubo tres segundos de silencio antes de que la voz grave de Carmen García respondiera: —Te lo advertí, jamás lograrías destronar a Alicia Pérez de su pedestal.
Bruno sonrió con los ojos enrojecidos: —Sí, lo reconozco, fui demasiado ingenuo.
—Ven a Tarcania. —La voz de Carmen sonó despreocupada. —Aquí hay muchas mujeres hermosas, no tienen nada que envidiarle a Alicia. Si no sabe apreciarte, sólo le quedará envejecer sola, sin nadie a su lado.
—Está bien, iré en cuanto termine los trámites. —Respondió él en voz baja.
Colgó, inspiró hondo y, al pasar por el final del pasillo, escuchó un gemido ahogado que venía de una de las habitaciones.
La puerta estaba entornada y la luz se filtraba por la rendija; no pudo evitar asomarse.
Entre la neblina aromática, Alicia estaba arrodillada ante la imagen de Buda, con la túnica blanca a medio desabrochar y el rosario enrollado en la muñeca.
Sin embargo, su cuerpo temblaba levemente, con un masajeador bajo ella.
Temblaba, y sus dedos se movían cada vez más deprisa.
—Ignacio, mírame...
—Ah, más despacio...
Bruno se mordió los labios hasta sangrar.
¡Era la tercera vez que presenciaba aquella escena!
La primera vez huyó. La segunda, no pudo dormir. Esta vez, solo sentía entumecimiento.
Qué ironía, Alicia no era insensible al deseo, simplemente su deseo no era hacia él.
Apoyado en la fría pared, Bruno recordó la primera vez que vio a Alicia.
Tenía veinte años cuando Carmen lo llevó a un club para presentarle a su mejor amiga.
Aquel día, Alicia llevaba un qipao sencillo con un broche de loto en el cuello y un rosario en la muñeca. Entre todos los ricos de la sala, solo ella tenía una taza de té frente a sí.
Sus largos dedos sostenían la tetera, el agua caía como un hilo y, entre el vapor, ella lo miró.
En ese instante, el corazón de Bruno se saltó varios latidos.
Carmen, al verlo embobado, le tocó la frente riendo: —Puedes fijarte en quien quieras, menos en ella. Entre los herederos de nuestra élite, todos buscan el placer, pero Alicia pasó su infancia meditando en un templo. Ella está más allá de los deseos mundanos.
Él no lo creyó. Desde pequeño, nunca aceptó que existiera alguien sin deseos.
Así que comenzó a cortejar a Alicia, poniendo en juego todas sus estrategias.
La acorralaba entre sus brazos mientras ella recitaba sutras, solo para que ella lo apartara con una mano.
Le puso bayas de goji en el té, y tras beberlo, ella solo comentó: —La próxima vez no pongas tantas, calienta demasiado.
En la ocasión más atrevida, Bruno se metió en la habitación cubierto solo por una toalla en la cintura, tumbado sobre la cama.
Cuando Alicia entró, él le mostró el abdomen marcado a propósito.
Ella se marchó y al día siguiente le envió unas camisas nuevas: —Tómalas, para que no te falte ropa.
Incluso Carmen perdió la paciencia: —¿No puedes tener un poco de dignidad?
Bruno respondía con descaro: —¡Estoy salvando almas! ¡Sería un desperdicio que una mujer tan bella se hiciera monja!
La persiguió durante cuatro años, probando de todo, pero ni siquiera logró rozar el dobladillo de su vestido.
Ya estaba completamente desanimado, hasta que en su cumpleaños, bien entrada la noche, recibió una llamada de Alicia: —Baja.
Bajó en pijama y la vio de pie en la nieve, los hombros cubiertos de copos blancos.
—Casémonos. —Dijo ella.
Sin anillo, sin declaración, solo esas palabras.
Bruno, eufórico, la abrazó: —¿Por fin te he conquistado?
Alicia no le devolvió el abrazo, solo murmuró una respuesta suave.
Ahora, al recordarlo, comprendía lo vacía que fue aquella respuesta.
Llevaban dos años casados y jamás habían hecho el amor.
No importaba cuánto intentara seducirla, Alicia siempre se apartaba en el último momento para encerrarse sola en su habitación.
Él creyó que, con el tiempo, ella cambiaría.
Hasta hace tres días, cuando la siguió a la habitación y presenció aquella escena. Por fin entendió que no era falta de deseo, simplemente, el objeto de su deseo no era él.
La persona que Alicia amaba era su propio hermano adoptivo, Ignacio Pérez.
Toda su devoción budista, su rosario, su matrimonio con Bruno. Todo era un intento de sofocar su deseo por Ignacio.
En ese momento, Bruno perdió toda esperanza.
Dentro de la habitación, Alicia finalmente se detuvo.
Besó la foto que tenía en la mano y, con voz ronca, murmuró: —Ignacio, te amo.
Aquel susurro, leve como una aguja, atravesó el corazón de Bruno.
Sus lágrimas rodaron mientras se marchaba sin mirar atrás.
A la mañana siguiente, al despertar, Alicia ya estaba lista para salir.
Llevaba un qipao negro que realzaba su figura esbelta; el rosario seguía en su muñeca, como si lo de anoche hubiera sido solo un sueño.
Cuando estaba a punto de salir, Bruno la detuvo: —¡Espera!
Sin levantar la vista, dijo con voz fría: —Hoy tengo una reunión, no me molestes más.
Esa frase desgarró las últimas esperanzas de Bruno como un cuchillo.
Así que, para ella, él siempre sería un obstinado fastidioso.
Bruno sonrió de repente: —Te equivocas. Solo quería que me dieras la llave del Maybach. Lleva el otro coche tú, este se me da mejor.
Por fin, Alicia lo miró directamente, aunque seguía distante: —¿Vas a salir a hacer algo hoy?
Él asintió: —Sí.
Ella insistió, curiosa: —¿A qué vas?
Bruno sacó la llave de su bolsillo y sonrió: —A hacer algo que te hará muy feliz.
A irme para siempre.