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Capítulo 5

La luz de la luna se derramaba silenciosa sobre el suelo como un río de plata. Bruno, tras la puerta, observaba por la rendija cómo Alicia besaba a Ignacio. Respiraba agitadamente y se aferraba a Ignacio, como si quisiera liberar seis años de contención. —Ignacio... —Ignacio... Alicia repetía su nombre, con una ternura en la voz que Bruno jamás le había escuchado. No supo cuánto tiempo pasó hasta que Alicia, como si despertara de un sueño, le limpió suavemente los labios a Ignacio. Se recolocó el rosario y volvió a su expresión fría y distante. Bruno apretó la palma de su mano; solo el dolor lo mantenía consciente. Se giró, cerró la puerta y se enterró bajo las sábanas. Escuchó cómo los pasos de Alicia se alejaban poco a poco; sabía que ella se dirigía de nuevo a la celda. Cerró los ojos, y todos los recuerdos de los años intentando seducir a Alicia desfilaron ante su mente. Había fingido caer desnudo a sus pies mientras ella recitaba sutras, solo para que ella lo apartara con absoluta serenidad. Había ido a llevarle una toalla mientras se bañaba, pero ella siempre se cubría bien antes de abrirle la puerta. Fingía estar borracho y desplomarse sobre ella, pero Alicia lo apartaba con un dedo. Todos sus esfuerzos parecían en vano, una palabra de Ignacio bastaba para que Alicia perdiera el control. Las lágrimas le inundaron el rostro, pero pronto se las secó. No importaba, tampoco era un hombre sin opciones. A partir de ahora, ella amaría a Ignacio; él buscaría su propia felicidad. A la mañana siguiente, cuando se despertó, Alicia e Ignacio ya estaban desayunando. Ignacio se tocó los labios, refunfuñando: —¿No estaré alérgico a algo? ¿Por qué los tengo tan rojos? Alicia se detuvo un instante, la voz baja y tensa: —Luego que la criada te traiga una pomada. Bruno, al fijarse en la mesa, notó una caja de regalo. Al abrirla, encontró una antigüedad valorada en millones. Su voz sonó irónica: —No te duele gastar, ¿eh? Ignacio se asomó a mirar, con un deje de celos en la voz: —¿Alicia, de verdad siempre tratas así de bien a Bruno? Yo pensaba que solo sabías meditar, ni imaginaba que te preocupabas tanto por él. Bruno alzó la mirada hacia Alicia. Ella bajó los ojos, sin intención de aclarar que ese regalo no era más que una compensación por el botellazo de Ignacio. En realidad, Alicia nunca se preocupaba por lo que a él le gustaba ni pensaba demasiado en los regalos. Alicia respondió con frialdad y se levantó: —Tengo que ir a la oficina. Antes de irse, miró a Ignacio y advirtió, con voz severa: —Compórtate en casa. Puedes moverte por toda la casa, menos por la celda. Ignacio frunció el ceño, confundido: —¿Por qué? Alicia improvisó una excusa, pero Bruno sabía la verdad, en la celda se escondían los deseos más íntimos de Alicia. Después del desayuno, Bruno regresó a su habitación; no tenía ganas de compartir espacio con Ignacio. Pero tras la siesta, al despertarse, se dio cuenta de que alguien le había cortado el pelo de forma despareja. Salió de inmediato, alarmado, y encontró a Ignacio en el sofá, trenzando algo con su cabello y sonriendo descaradamente. En ese instante lo entendió todo. —¿Tú me cortaste el pelo? —Preguntó Bruno, la voz temblorosa. Ignacio, sin inmutarse, sonrió: —Sí. Tengo que hacer una manualidad para la escuela, y pensé en fabricar una peluca. Mientras hablaba, agitó el mechón de pelo en su mano: —Tu pelo es muy bonito, negro y brillante. Bruno sintió un escalofrío y, sin poder contenerse, le soltó una bofetada. —¡Paf! El sonido seco resonó en todo el salón.

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