Capítulo 5
—¡Crack!
El sonido del vaso estrellándose contra el suelo interrumpió las palabras de José.
Patricia, como una liebre asustada, se separó de golpe de los brazos de José.
—¡Rosa, te has despertado! —Corrió hasta la cama y rompió a llorar. —¿Cómo te sientes? ¿Te duele mucho? Todo es culpa mía...
Rosa esbozó una sonrisa fría: —¿Cómo voy a mejorar si sigues aquí molestando?
Las lágrimas de Patricia brotaron aún más, los hombros temblando como si llevara el peso del mundo sobre sí.
Mordió el labio, lanzó una mirada a José y salió corriendo de la habitación.
José, por instinto, dio un paso para ir tras ella, pero se contuvo.
Se volvió hacia Rosa, su voz era grave: —La situación era urgente, no tuve tiempo de reaccionar.
Rosa no contestó; simplemente desvió la mirada y se quedó mirando por la ventana.
No quería escucharlo.
Durante tres días, José hizo de guardaespaldas fuera de la habitación, pero ella no le habló.
Hasta el día en que le dieron el alta.
Rosa, aún con la pierna sin curar del todo, se dirigió directamente al despacho.
Abrió el cajón y sacó un látigo de cuero negro.
Era el látigo de la familia, de los que con un solo golpe rasgan la piel.
—Ve a llamar a José. —Ordenó al mayordomo.
Cuando José entró, Rosa estaba limpiando el látigo.
La luz del sol, entrando por el ventanal, proyectaba una sombra bajo sus pestañas.
—José, eres mi guardaespaldas. No cumpliste tu deber. —Levantó la mirada hacia él. —Voy a castigarte, ¿tienes alguna objeción?
José se quedó en el sitio; sus pupilas se contrajeron apenas perceptiblemente.
Rosa lo notó al instante.
José jamás habría imaginado que alguien pudiera atreverse a golpearlo.
Era el heredero de la familia Almonte. Siempre había tenido a gente adulándolo, ¿quién se atrevería a tocarlo?
¿Y ahora ella pensaba azotarlo?
Rosa estudió su expresión y, de repente, soltó una carcajada.
Él realmente dudaba.
Podía girarse y marcharse, podía renunciar, pero estaba dudando.
¿Solo por Patricia?
¿Solo para poder quedarse cerca de ella?
Sentía arder los ojos, casi le daban ganas de reír hasta llorar.
José apretó los dientes y, finalmente, murmuró: —No tengo objeción.
En ese momento, el corazón de Rosa se encogió dolorosamente. Apretó el látigo con fuerza y alzó el brazo de golpe.
—¡No!
La figura de Patricia irrumpió de pronto y se interpuso delante de José.
Con lágrimas en los ojos y la voz temblorosa, Patricia gritó: —¡Si vas a golpear, golpéame a mí! ¡José no tiene nada que ver!
—Quítate. —Ordenó Rosa, con frialdad.
—¡No! —Patricia negó con la cabeza, llorando desconsolada. —Yo soy la culpable de tu herida, si quieres castigar a alguien, que sea a mí.
José intentó apartarla: —Esto no tiene nada que ver contigo.
Pero Patricia, terca, se mantuvo delante de él, negándose a moverse.
Rosa contempló la escena, sintiendo cómo la furia la invadía, y descargó el látigo.
—¡Crack!
El sonido fue agudo y desgarrador. Su intención era golpear a José, pero Patricia se abalanzó y recibió el latigazo por él.
—¡Ah!
Patricia soltó un grito de dolor, su cuerpo se tambaleó y cayó al suelo.
José la sujetó de inmediato, revisando la herida. Cuando alzó la mirada,
Rosa se encontró con unos ojos gélidos.
Allí dentro había odio.
Era como si en cualquier momento pudiera lanzarse sobre ella y matarla.
El cuerpo de Rosa se estremeció, sintiendo que caía en un pozo de hielo.
—Fuera. —Consiguió decir con voz temblorosa.
José levantó a la inconsciente Patricia y salió sin mirar atrás. Cerró la puerta con un golpe ensordecedor.
Rosa se quedó donde estaba, descubriendo que le temblaban tanto las manos que apenas podía sostener el látigo.