Capítulo 4
Las luces de Noches Doradas parpadeaban. Rosa se bebió tres whiskys de un trago.
El alcohol le abrasaba la garganta, pero no lograba apagar la rabia que la consumía.
En la pista, Rosa bailaba con su vestido rojo y tacones altos cuando vio a José junto al reservado.
Se suponía que era su guardaespaldas, pero en ese momento estaba cuidando de Patricia.
No oía lo que decía Patricia, pero se acercó tanto que sus labios rozaron la oreja de José, cuyas puntas ahora estaban rojas.
Rosa soltó una risa sarcástica y, al girar, fue rodeada por un grupo de señoritos.
—¿Señorita Rosa, me concede una copa?
—¿Me das tu WhatsApp?
—Hace tiempo quería conocerte, Señorita Rosa. Ese rostro es precioso.
La acorralaron en una esquina. Intentó rechazar sus invitaciones, pero más hombres se acercaron; uno incluso le puso la mano en la cintura.
—¡José! —No pudo más y lo llamó.
José lo notó, frunció el ceño y se abrió paso entre la gente. Los músculos de su brazo se marcaban bajo el traje negro, y una sola mirada bastó para que todos se apartaran con fastidio.
—Cualquiera pensaría que eres el guardaespaldas de Patricia. —Ironizó Rosa, limpiándose una mancha de licor del escote.
José bajó la mirada: —Perdón, no me di cuenta.
—¿No te diste cuenta? —De pronto, ella se acercó, los labios rojos rozando la barbilla de José. —¿O simplemente no querías verlo?
La repentina cercanía la hizo contener la respiración; José tragó saliva y retrocedió medio paso: —Has bebido demasiado.
—Tranquilo, en cuanto me case, ya podrás proteger a Patricia.
Su voz quedó ahogada de repente por un chillido que estalló desde el escenario.
El personal empujó una jaula de hierro al centro: dentro, dos mastín español recorrían el espacio inquietos.
—¡El espectáculo especial de esta noche! —Gritó el presentador con entusiasmo. —¡Batalla de Mastines españoles!
Rosa frunció el ceño.
En Noches Doradas era habitual ver este tipo de peleas sangrientas, pero a ella siempre le habían repugnado.
Justo cuando estaba a punto de marcharse, la jaula emitió un sonido peligroso.
El pestillo se había soltado.
Todo ocurrió en un instante.
El perro más grande empujó la puerta de la jaula y se lanzó contra la multitud más cercana.
En medio de los gritos, Rosa vio cómo José, sin dudarlo, se giró y corrió instintivamente hacia Patricia, cubriéndola completamente con su cuerpo y empujándola hacia la salida.
Ella, que estaba justo al lado del escenario, alcanzó a ver la saliva en los colmillos del animal.
—¡Ah...!
El dolor llegó de forma brutal e inesperada.
Sintió cómo los dientes perforaban la carne de su pierna; casi pudo oír el sonido de la tela y la piel desgarrándose. Un trozo de carne se desprendió y la sangre brotó a borbotones. Cayó al suelo, viendo cómo el perro volvía a lanzarse sobre ella.
—¡Pum!
El estruendo del disparo le retumbó en los oídos, el perro cayó al instante.
Lo último que vio fue a José, arma en mano, protegiendo a Patricia, antes de que todo se volviera oscuro.
Olor a desinfectante.
Rosa recobró el sentido entre punzadas de dolor, lo primero que vio fue el techo del hospital. La pierna le dolía y cada respiración tiraba del músculo desgarrado.
Giró la cabeza con esfuerzo, y lo que vio en la puerta la golpeó como una bofetada.
Patricia lloraba con todo el cuerpo hundido en los brazos de José: —Tú eres el guardaespaldas de Rosa, ¿por qué me protegiste a mí? Todo es culpa mía, no debí venir.
José le daba suaves palmadas en la espalda, su voz era increíblemente dulce: —No tienes por qué culparte.
—Aunque tuviera que elegir cien veces. —Hizo una pausa, limpiando las lágrimas del rostro de Patricia. —Yo volvería a protegerte primero.
—¿Por qué? —Patricia lo miró con los ojos anegados en lágrimas.
José la contempló profundamente, y en sus rasgos se reflejaba el sentimiento: —Porque, yo te quier...