Capítulo 6
Cuando Amelia volvió a despertar, percibió en la punta de la nariz el olor particular del desinfectante.
Abrió los ojos y descubrió que estaba acostada en una cama de hospital.
Alguien sostenía su mano. Giró la cabeza y vio a Gabriel sentado a un lado, sujetándola, con los ojos cerrados y un leve tono amoratado bajo ellos.
Parecía haber notado el movimiento, porque abrió los ojos de inmediato.
Al cruzarse sus miradas, él soltó su mano. El cansancio y aquella emoción parecida al desconsuelo que había en sus ojos se desvanecieron rápidamente, volviendo a su habitual frialdad contenida.
—Ya fui a disculparme con tu padre —habló él, con una voz estable, sin revelar ninguna emoción—. Aceptó no ponerte más trabas. Pero, Amelia, también debes prometerme que no volverás a lastimar a Raquel. Al fin y al cabo, es tu hermana.
—¿De qué delito quieres que me declare culpable? —Su voz era ronca y estaba llena de burla—. Además, ¿una hija ilegítima que ni siquiera puede mostrarse en público también merece ser mi hermana? En la antigüedad, alguien con su estatus ni siquiera sería digna de llevarme los zapatos.
Las cejas de Gabriel se fruncieron ligeramente, como si fuera a decir algo, cuando la puerta de la habitación se abrió con suavidad y una enfermera asomó la cabeza.
—Señor Gabriel, la señorita Raquel de la habitación contigua está muy alterada. No deja de pedir que vaya a verla.
Él se levantó, acomodando el puño de su impecable camisa, y le dijo a Amelia: —Voy a ver a Raquel. Ella resultó herida por tu culpa. Como tú prometido, tanto por deber como por afecto, debo visitarla y tranquilizarla.
Amelia volvió la cara hacia la ventana. —Anda, ve. Ella sí es tu verdadera prometida.
Los pasos de Gabriel se detuvieron. Se volvió hacia ella, con las cejas apenas fruncidas. —¿Qué dijiste?
Amelia no tenía intención de repetirlo. Subió la manta y se cubrió la cabeza, usando el gesto para expresar su rechazo a seguir hablando.
Gabriel observó su actitud cerrada, se masajeó el entrecejo con resignación y finalmente salió de la habitación junto a la enfermera.
Durante los días siguientes, Amelia se quedó recuperándose en el hospital.
A través de las enfermeras que entraban a cambiarle las vendas o revisar su estado, siempre terminaba escuchando algunos comentarios sueltos sobre Gabriel y Raquel.
—El señor Gabriel sí que se preocupa por la señorita Raquel, ¿eh? Va a verla todos los días.
—Sí, dicen que a la señorita Raquel no le gusta lo amargo, y el señor Gabriel mandó traer miel importada especialmente para ella.
—Yo digo que el señor Gabriel y la señorita Raquel, sí que hacen buena pareja... Tan apuestos, tan bien combinados...
Parecía que todas consideraban a la suave y bien educada Raquel como la verdadera prometida de Gabriel.
Amelia escuchaba todo sin que le moviera un solo hilo del corazón. Incluso le daban ganas de reír.
Le encantaba que todos lo creyeran así.
El día que le dieron el alta, Gabriel llegó.
Recibió de la enfermera el formulario de salida y le dijo a Amelia, que estaba recostada en la cama jugando con el celular. —Recoge tus cosas. Te llevo de regreso.
—No voy a volver a la casa de los Barrera. —Amelia ni siquiera levantó la cabeza.
La cara de Gabriel se endureció, y su tono fue tajante, sin dejar lugar a discusión. —Amelia, no hagas un berrinche.
Ya no le dio oportunidad de negarse. Caminó hacia ella, le sujetó la muñeca, no con demasiada fuerza, pero con una autoridad dominante, y la obligó a levantarse de la cama, llevándosela a medias por la fuerza.
El auto regresó a la casa de los Barrera. Amelia le soltó la mano a Gabriel de un tirón y subió directamente las escaleras, regresando a su habitación.
Sin embargo, al abrir la puerta, se le heló la sangre...
Raquel estaba sentada frente a su tocador, sosteniendo en las manos un collar de zafiros que destellaba intensamente, probándoselo frente al espejo.
¡Era la única reliquia que su madre le había dejado!
—¿Quién te dio permiso de tocar mis cosas? —La voz de Amelia sonó como congelada—. ¡Déjalo y lárgate!
Raquel se sobresaltó por su repentina aparición, pero enseguida esbozó una sonrisa triunfante. No solo no soltó el collar, sino que lo agitó con intención entre los dedos. —¿Es tuyo? Amelia, te lo digo de una vez: todo lo que hay en esta casa, tarde o temprano será mío.
—¿Parece que la caída no te enseñó lo suficiente? —Amelia se acercó paso a paso, con una mirada peligrosa.
—¡La vez pasada fue porque bajé la guardia! —Raquel bufó sin el menor temor—. ¿Crees que esta vez te tengo miedo?
No había terminado de hablar, cuando su expresión cambió bruscamente. De repente, agarró un jarrón antiguo del tocador y lo estrelló contra el suelo. Al mismo tiempo, se dejó caer intencionadamente entre los pedazos rotos, soltando un grito de aparente dolor.
El estruendo atrajo de inmediato a Sergio y Belén.
—¿Qué está pasando aquí? —Sergio entró corriendo y, al ver el desorden en el suelo y a Raquel llorando sentada entre los vidrios rotos, su cara se tornó severa al instante.
Ella levantó la vista entre lágrimas, señalando a Amelia con una expresión de profunda tristeza. —Papá... Yo solo... Solo quería ver el collar de Amelia... Pero Amelia... Ella me empujó...
—¡Amelia! —Sergio rugió de ira. Sin darle oportunidad de explicar, avanzó y le dio una sonora bofetada en la cara.
El eco de la cachetada resonó con fuerza en la habitación.
La mejilla de Amelia se enrojeció e hinchó al instante, ardiéndole con un dolor punzante.
Con la cabeza ladeada, se pasó la lengua por el interior de la boca, saboreando el gusto metálico de la sangre que brotaba de una herida abierta. Y en lugar de llorar... Soltó una risa baja y sombría.