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Capítulo 5

El dolor era tan intenso que a María se le partía el corazón; las lágrimas le corrían por el rostro y tardó en reponerse. De repente, sonó el teléfono. Era una llamada de la compañía aérea. —Señora María, su billete para el vuelo a Monteluz ya ha sido emitido. ¿Quiere elegir asiento? —En la ventana. —Respondió María, apresurada por secarse las lágrimas, con una voz tan baja que apenas se oía. Nada más colgar, la puerta de la habitación se abrió. Pablo entró impecable, el traje perfectamente planchado, ni un pliegue en las mangas. —¿Con quién hablabas? —Preguntó en tono distante. María dejó el celular a un lado: —Con una amiga. Pablo no insistió; se quedó de pie junto a la cama y la miró: —Lo del otro día fue un error. Beatriz les dio el zumo de mango. Su voz era fría y pausada: —Pero ella no lo sabía, así que el asunto termina aquí. El corazón de María se sintió aprisionado por una mano invisible, tan fuerte que apenas podía respirar. Cuando creyó que era ella, Pablo estaba dispuesto a matarla; pero si era Beatriz, todo se reducía a una excusa trivial. Quiso protestar, gritar, descargar toda la injusticia y el dolor que había acumulado durante tanto tiempo. Pero al final, solo le salió una palabra: —De acuerdo. Era como si le hubieran vaciado el alma; estaba tan cansada, tan exhausta, que ni siquiera tenía fuerzas para discutir. Toda la rabia y las penas que tanto la desvelaron durante años, en ese instante se convirtieron en una sonrisa amarga y resignada. Así de simple era la diferencia entre amar y no amar. Pablo, algo desconcertado, dudó antes de añadir: —La semana que viene los niños irán a un campamento de verano. Beatriz y yo los acompañaremos, así que puedes volver sola. Esperaba que, como otras veces, María suplicara o hiciera un escándalo, pero ella simplemente asintió con calma: —Lo sé. Pablo frunció el ceño, extrañado por su actitud, pero el celular sonó, miró el identificador y dijo: —Es del trabajo. Tengo que irme. Cuando se cerró la puerta, María aflojó el puño; en la palma tenía marcadas cuatro líneas de sangre. Durante los días siguientes, el teléfono de María no paró de vibrar. Eran mensajes de Beatriz. Fotos y vídeos, uno tras otro, mostrando la alegría del campamento de verano. En los vídeos, Diego y Ana presentaban a Beatriz con orgullo ante sus compañeros: —¡Ella es nuestra mamá! Y las exclamaciones de envidia no cesaban: —¡Vaya, tu mamá es guapísima! —¡Qué suerte, tu papá es tan guapo y tu mamá tan bonita! —¿Y quién los recoge normalmente del cole? —Preguntó un niño curioso. En la pantalla, las caras de Diego y Ana se tensaron un instante: —Esa es la niñera que nos cuida. A María le tembló la mano y el vaso se le cayó al suelo. Se agachó lentamente, miró los pedazos rotos y, de pronto, sonrió. Después de tantos años, solo había sido una niñera gratuita. Pero no importaba, pronto dejaría de serlo. A partir de ahora, que sea su adorada mamá la que los cuide. Una semana después, el mayordomo llevó a Diego y Ana de vuelta a la casa. Nada más entrar, los niños corrieron a la cocina, con una expresión triunfante en la cara. Ana chilló emocionada: —¡Mamá, ¿sabes qué? Beatriz se torció el tobillo en la competición de padres e hijos y papá estaba preocupadísimo! Diego añadió impaciente: —Papá reservó todo el hospital para que atendieran a Beatriz, canceló reuniones y no se movió de su lado ni un segundo. María, de pie frente al horno, escuchaba tranquila las fanfarronadas de los niños mientras se colocaba los guantes para el calor. Ana, molesta, le dio una patada al suelo: —Mamá, ¿me escuchas? Papá es mucho mejor con Beatriz que contigo... El pitido del horno la interrumpió. Un aroma dulce inundó la cocina. Los ojos de los niños se iluminaron y se acercaron corriendo. Diego se puso de puntillas: —¡Es un pastel! ¡Quiero probarlo! María sacó la bandeja del horno; el borde del bizcocho se había quemado un poco. Frunció el ceño y, sin dudar, lo tiró a la basura. Ana chilló: —¡¿Por qué lo tiras?! —Está quemado, no se puede comer. —Contestó María con calma. Diego, furioso, le dio una patada al cubo de la basura: —¡Mentira! ¡Lo haces adrede! ¡Aún estás enfadada por lo de antes y no quieres darnos pastel! ¡Eres una mala madre! La cara de Ana se puso roja de rabia: —¡No queremos una madre como tú! María se quitó los guantes, sintiendo el corazón comprimirse con fuerza. Miró a los dos niños, que de repente le parecieron unos completos desconocidos. —Perfecto, yo tampoco quiero unos hijos como ustedes. —De ahora en adelante, vayan con Beatriz. Dicho esto, se dio la vuelta y subió las escaleras. Tras ella, resonaron los gritos histéricos de los niños: —¡Te odiamos! ¡Siempre te odiaremos! María se detuvo un momento, pero no se giró. Justo cuando puso el pie en el tercer escalón, sintió un empujón en la espalda: —¡Ojalá te mueras!

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