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Capítulo 6

—Lorenzo... La voz suave de Marta llegó desde la puerta; sostenía su vestido y se quedó de pie allí. —¿Estoy interrumpiendo...? Apenas dio un paso, de repente soltó un "¡ay!" y resbaló chocando con el candelabro. La llama se elevó al instante sobre las fotos y los retratos de Simón y Yolanda se convirtieron poco a poco en cenizas. Los ojos de Lorenzo se contrajeron, pero al ver la mirada de Marta, se quedó paralizado. Esa expresión de pánico era igual a la de Yolanda en el pasado. —Lorenzo, no ha sido mi intención... —Marta mordió su labio con los ojos llorosos—. No te enfades... Él se quedó aturdido y luego le limpió las lágrimas. —... No es tu culpa. Esa escena atravesó el corazón de Andrea. Se soltó de los guardaespaldas, corrió hacia adelante y le dio una cachetada a Lorenzo con todas sus fuerzas. —¡Reacciona! Su voz temblaba. —Ella no es más que un triste reemplazo, ¡no es Yolanda! La mirada de Lorenzo se volvió gélida. La agarró de la muñeca con fuerza y con voz ronca dijo: —Yo sé que no es ella. —Pero, ¿puedes devolverme a Yolanda? Ella abrió la boca, sin emitir sonido alguno. Las lágrimas nublaron su vista. Mirando la cara de Lorenzo tan cerca, sintió que las lágrimas estaban a punto de brotar. —Átenla —él la soltó y ordenó con frialdad—: Que se arrodille y pague su culpa. Los guardaespaldas lo hicieron con una cuerda de cáñamo y la obligaron a arrodillarse en el centro de la capilla. Lorenzo se marchó con Marta, sin darle ni una sola mirada. La puerta de la capilla se cerró de golpe y la oscuridad la envolvió. Andrea, atada, cayó al suelo y no pudo contener más las lágrimas. Mirando la foto de Yolanda que se consumía entre las cenizas, sonrió. —Yolanda... mira, ni siquiera puede distinguir entre lo verdadero y lo falso. —Muy pronto podré ir a verte... —Entonces tú le dirás lo ridículo de esta situación, ¿de acuerdo? Fuera de la capilla familiar, Lorenzo estaba al final del pasillo, fumando un cigarrillo tras otro. Marta se acercó para coquetear, pero él la apartó. —Vete. —Lorenzo... —He dicho vete. Marta, reacia, se marchó. Lorenzo apagó el cigarrillo y miró la puerta cerrada de la capilla; sentía un extraño vacío en el pecho. Se suponía que debía sentirse satisfecho, pero ¿por qué...se sentía tan vacío por dentro? Andrea estuvo atada durante día y una noche enteros; no la dejaron salir hasta la tarde del día siguiente. Tenía el cuerpo dolorido, las rodillas amoratadas y ni siquiera podía mantenerse en pie. Cuando la sirvienta intentó ayudarla a regresar a su habitación, ella negó con la cabeza. —No hace falta; voy a salir un momento. Sabía que le quedaba poco tiempo de vida; solo quería volver a casa a ver a sus padres por última vez. Afuera de la villa de la familia Romero. Andrea estaba de pie al otro lado de la calle, mirando a lo lejos la casa familiar. Habían pasado cinco años. Desde que se casó, no había regresado a su hogar. En realidad, solo quería echar un vistazo desde lejos, pero la sirvienta de la familia la reconoció. —¿Señora Andrea? —Exclamó la vieja sirvienta, sorprendida—. ¿Cómo es que ha regresado? Antes de que pudiera responder, Manuel y Julia salieron corriendo al oír el alboroto. —¿Quién te permitió volver? —Manuel estaba molesto—. ¿No te basta con haber matado a Yolanda? ¿Aún tienes el descaro de volver aquí? Julia fue aún más directa: agarró una escoba y empezó a golpearla—. ¡Lárgate! ¡En la familia Romero no queremos una hija como tú! Los golpes de la escoba caían sobre su espalda, y Andrea no se defendía, solo los soportaba en silencio. —Papá, mamá... —Su voz se quebró—. Solo quería verlos... —¿Ver a quién? —Su papá le dio una patada en la pierna—. ¡Vete de vuelta a la casa de los Castro! Ella cayó al suelo; la lluvia y el barro empaparon su ropa. Se levantó con dificultad y, mirando hacia donde estaban sus papás, se arrodilló e hizo tres reverencias profundas. Luego se dio la vuelta y se fue. La lluvia caía cada vez más fuerte; Andrea caminaba sin rumbo por la calle. De repente, un auto negro se detuvo a su lado. La ventanilla bajó y se vio el perfil Lorenzo. —Sube —ordenó. Andrea lo ignoró y siguió caminando bajo la lluvia. —Si no subes, te subo yo a la fuerza. —Él soltó una risa fría—. Tú eliges. La puerta del auto se abrió y Andrea no tuvo más remedio que entrar. La ropa empapada dejó marcas de agua en el asiento de cuero; ella se encogió en una esquina, luciendo totalmente derrotada. —Qué patética —Lorenzo la miró de reojo—. Ni tus propios padres te quieren. Alguien como tú jamás será perdonada. Andrea miraba en silencio por la ventanilla; la lluvia recorría el cristal formando ríos. No la llevó a casa, sino que se detuvo frente a un club exclusivo. —¿Para qué me trajiste aquí?

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