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Capítulo 6

Aun cuando Lorena la ayudó, Sofía no solo no sintió ni una pizca de gratitud, sino que la miró con odio y resentimiento. —Juan es mío, tú no eres más que mi sustituta, no tienes de qué enorgullecerte. —¿Ah, sí? Si en serio fuera como dices, ¿entonces de qué tienes miedo? Lorena no lo entendía del todo. En su momento, ella la había empujado al agua y Andrea murió tratando de salvarla. Por eso ella la odiaba. Ahora volvía a repetirse la historia, y Lorena la había salvado. Aun así, Sofía seguía odiándola. Lorena realmente quería preguntarle qué era lo que en verdad pensaba. Pero antes de que pudiera hacerlo, Sofía de repente reprimió su expresión. Le tomó la mano a Lorena y la colocó sobre su propio pecho, y, sin emitir sonido, moviendo los labios, le dijo: —¡Jamás podrás superarme! Al terminar de decirlo, se inclinó hacia atrás y cayó rápidamente al mar. Lorena aún estaba atónita cuando escuchó detrás de ella el grito de Juan. —¡Sofía! Al ver a Sofía caer al mar, a Juan se le encogió el corazón y, sin pensarlo, se lanzó tras ella. A Lorena le picaban los ojos; sentía como si le hubieran arrancado un pedazo del alma y todo en su interior se hubiese quedado vacío. Esa escena le resultaba dolorosamente familiar. Cuando ella se cayó al agua aquella vez, también fue Juan quien saltó para rescatarla de la muerte. Todo había cambiado, y todo era culpa de no haber sabido juzgar a las personas. Sofía fue rescatada enseguida. Apenas subió, Juan tomó la toalla que le ofreció un amigo y la envolvió en ella. Luego, se puso de pie y, sin mostrar ninguna emoción, se dirigió hacia Lorena. "¡Paf!" El sonido seco de una bofetada resonó en el aire, atrayendo la atención de todos los presentes. —¿Cómo puedes ser tan malvada? ¡Empujaste a Sofía al mar! Eso es intentar matarla, ¿lo sabes? Eso es delito. En esa bofetada puso toda su fuerza. Lorena salió despedida y cayó al suelo, sintiendo que la cabeza le zumbaba y los oídos le pitaban, incapaz de captar ningún sonido. Se cubrió la mejilla hinchada y las lágrimas le corrían sin parar. Desde pequeña, nunca había sufrido una humillación así. Con terquedad, levantó la cabeza y, con la voz entrecortada, dijo: —No fui yo, fue ella quien saltó sola, pueden revisar las cámaras de seguridad. —¿Todavía lo niegas? Lo vi con mis propios ojos, ¿crees que puedo estar equivocado? —Señor Juan, Sofía se desmayó. El rostro de Juan cambió; nervioso, levantó a Sofía y la llevó dentro del camarote. Todos se agolparon alrededor de Sofía, dejando a Lorena sola en la cubierta, temblando bajo el frío viento marino. No supo cuánto tiempo pasó. Tambaleándose, Lorena se puso en pie y, a tropezones, regresó a su habitación. A la mañana siguiente, muy temprano, Juan irrumpió furioso en la habitación de Lorena y la sacó de la cama de un tirón. —¿Te molesta tanto ver a Sofía bien que te atreviste a poner un muñeco vudú en su habitación? —¡Yo no fui! —En este lugar, aparte de ti, ¿quién más podría ser? Y aún sigues negándolo. Juan no quería escuchar ninguna explicación. Ordenó a Javier que detuviera el yate junto a una isla deshabitada y, con sus propias manos, arrojó a Lorena fuera de la embarcación. En el instante en que fue arrojada, Lorena no se detuvo a pensar en el dolor y se incorporó rápidamente. —Por favor, no me dejen aquí, tengo miedo. —Mejor, así debe ser. Cuando empujaste a Sofía al mar, también tuvo miedo. Si has hecho algo malo, debes aceptar el castigo. Quédate aquí y reflexiona; en unos días vendremos a buscarte. Mientras veía el yate alejarse poco a poco. El rostro de Lorena reflejaba desesperación. Las olas frías golpeaban su cara y, sin darse cuenta, tragó varios sorbos de agua de mar. Comenzó a toser violentamente. La marea estaba subiendo. Al ver cómo el agua iba cubriéndole poco a poco las piernas, Lorena no se atrevió a perder más tiempo y corrió hacia el interior de la isla. Era muy pequeña, de apenas un kilómetro cuadrado. Lorena estaba rodeada por un mar interminable y, asustada, se acurrucó, hundiendo la cabeza entre las piernas. El miedo enterrado en lo más profundo de su corazón volvió a surgir. Desde que de niña cayó al agua, había generado talasofobia. Más tarde, animada por Juan, logró superar su miedo y aprendió a nadar. Pero, aun así, seguía sintiendo una aversión innata hacia los lugares con abundante agua. Antes, cuando Juan la tenía presente en su corazón, nunca la llevaba a sitios donde hubiese agua. Pero ahora, con Sofía en su vida, lo había olvidado. No solo la llevó a un yate en el mar, sino que también la arrojó a una isla desierta, todo para castigarla por lo de Sofía. El incesante rumor de las olas resonaba en sus oídos, y era como si volviera a ese momento en el que cayó al agua: indefensa, desesperada, desorientada. Aquellas pesadillas sepultadas en lo más profundo de su ser brotaron como una marea. Lorena se acurrucó aún más, deseando encontrar algo de seguridad, pero era inútil. De su boca brotaron sollozos apagados; lloraba, lo hacía con tristeza y amargura. Javier, que estaba en el yate, la vio llorar a través de los prismáticos y sintió lástima. —Señor Juan, ¿no cree que esto es demasiado cruel? Deberíamos traer de vuelta a Lorena. Juan, que le daba de comer fruta a Sofía, soltó una carcajada fría al oírlo. —No ha pasado ni un rato, esperemos un poco más. Lorena no supo cuánto tiempo pasó llorando; solo sentía que el viento frío, como si tuviera vida propia, se colaba por cada rincón de su cuerpo. Tiritaba de frío, sin una sola prenda que la abrigara. Quizá fue solo su imaginación, pero de repente sintió que su cuerpo se iba calentando, aunque su conciencia se volvía cada vez más borrosa. Al final, se desmayó por completo y cayó en la oscuridad.

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