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Capítulo 7

Cuando Lorena volvió a abrir los ojos, ya estaba tumbada en la gran cama de la casa. Juan, al verla despertar, tenía la mirada colmada de alegría. —Cariño, ya te has despertado. Extendió la mano para tocarle la frente, pero Lorena se apartó. Los ojos de Juan se oscurecieron levemente y su tono se volvió algo desanimado. —¿Sigues enfadada conmigo? Lorena bajó la cabeza en silencio y se subió un poco más la manta. Él continuó explicándose: —Es solo que estaba tan preocupado por ti que, en un impulso, te dejé en la isla desierta. No puedes imaginar lo que han sido estos dos días, con fiebre y en coma; para mí han sido como años. ¿Como años? ¿De verdad podía decir eso con tanta facilidad? A Lorena todavía le dolía la mejilla, y la soledad y la desesperación que sintió en la oscuridad seguían grabadas a fuego en su memoria. ¿De verdad podía pronunciar esas palabras sin inmutarse? La comisura de los labios de Lorena se curvó en una sonrisa sarcástica mientras observaba aquella actuación hipócrita. Juan, con una mirada intensa como si quisiera demostrar que todo había sido un malentendido, la miraba de tal manera que Lorena estuvo a punto de vomitar. —Empujaste a Sofía al mar, eso es un delito. Aunque yo la salvé, ¿y si en un arrebato te hubiera denunciado ante la justicia? —Después, encontramos el muñeco vudú que habías dejado en la habitación de Sofía; se asustó mucho y dijo que lo publicaría todo en internet. Yo solo quería calmarla, por eso no tuve más remedio que castigarte así. —¡Lorena, por qué no logras entenderme! Juan repetía una y otra vez que lo hacía por su bien, pero sus palabras no hacían más que cargarle crímenes inexistentes, sin mostrarle la menor confianza. El sabor amargo se extendió por la comisura de los labios de Lorena, y perdió incluso las fuerzas para replicar. Por mucho que se explicara, para él siempre serían excusas; ¿para qué malgastar aire? Al notar el ánimo decaído de Lorena, Juan solo pudo cambiar de tema. —Hoy es Navidad, mamá dice que vayamos a cenar a casa; si no quieres, ahora mismo llamo para inventar una excusa y rechazar la invitación. —Vamos. Lorena respondió. Si rechazaba, Rosa seguramente la criticaría delante de los familiares y amigos. Aunque no le asustaba, tampoco quería manchar el nombre de la familia Medina por su culpa. Apenas recuperada de la enfermedad, su cuerpo seguía muy débil. Para evitar que Rosa la llamara ave de mal agüero, se esforzó en maquillarse un poco más fuerte y ocultar así su enfermiza palidez. Aunque se dieron prisa, cuando llegaron a la casa familiar ya era bastante tarde. Nada más abrir la puerta, lo primero que vio fue a Sofía sentada junto a Rosa. Sofía, sonriendo dulcemente, se aferraba con cariño al brazo de Rosa. —Lorena, Juan, por fin han llegado; si se retrasan más, la comida se va a enfriar. —¡Vaya! Incluso a la reunión familiar llegan tarde, cada vez tienen menos modales. En cambio, Sofía sí que es considerada, vino temprano a hacerme compañía y a charlar conmigo. Rosa, sentada con altivez en el sofá, lanzó una mirada significativa a Lorena. Lorena ya estaba acostumbrada a su actitud y no le dio mayor importancia. Rosa le pidió que cediera el sitio junto a Juan para que se sentara Sofía, y Lorena aceptó gustosa. Rosa colocó en la muñeca de Sofía la pulsera heredada que representaba a la señora Delgado, mientras Lorena comía tranquilamente. Rosa la menospreciaba por ser una mujer que no podía tener hijos y le echaba en cara estar ocupando el lugar de la señora Delgado. Lorena, sin inmutarse, sacó el informe médico anterior y se lo mostró, dejando a Rosa sin palabras. Por fin podía comer en paz. Por alguna razón, al ver a Lorena tan serena, Juan sintió una extraña inquietud, como si algo importante se le estuviera escapando. Rosa aún quería decir algo. De repente, él se levantó de golpe y dio un fuerte golpe en la mesa. —¡Ya basta, mamá! ¿Por qué tienes que armar tanto escándalo solo por una comida? Lorena es mi esposa. Dicho esto, tomó la mano de Lorena y se la llevó de vuelta a la habitación. Rosa se asustó ante la reacción tan impulsiva de Juan; antes, siempre solía hacerle la vida imposible a Lorena a propósito, pero era la primera vez que Juan la enfrentaba abiertamente. —¡Esto sí que es demasiado! ¿Qué pecado habré cometido para que mi propio hijo me trate así? ¡Ya no quiero vivir...! Los lamentos de Rosa resonaban desde el piso de abajo. Lorena miró sorprendida a Juan, que seguía a su lado. No pudo evitar sentir curiosidad por el motivo de esa inesperada defensa hacia ella. Sin embargo, no dijo nada más. Solo quedaban dos días para su partida.

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