Capítulo 8
—¡No!
Sin pensarlo, María se lanzó hacia la ventana, estirando la mano para atrapar el brazalete.
—¡Clin!
La joya se estrelló contra el suelo de cemento y se partió en pedazos.
Ella cayó hacia afuera y se desplomó sobre la red de protección.
Cuando volvió a despertar, tenía la frente cubierta por un grueso vendaje. Todo su cuerpo dolía como si hubiera sido triturado.
Jairo, sentado junto a la cama, frunció el ceño al verla despertar: —Era solo un brazalete, ¿valía la pena tirarte por la ventana?
Con voz ronca, María respondió: —Ese era el último regalo que Arturo me dio. ¿Con qué derecho se lo entregaste a Lorena?
Jairo se quedó pasmado, pero replicó con fastidio: —Lorena estaba asustada; nada la calmaba salvo ese brazalete.
Hizo una pausa y añadió: —Además, Arturo sigue aquí. Tendrá más oportunidades de darte cosas, ¿por qué ser tan quisquillosa?
El corazón de María se contrajo con fuerza.
Él estaba tan ciego por Lorena, que ni siquiera sabía que Arturo ya había muerto.
Ella nunca más recibiría un regalo de su padre.
Al verla callada, Jairo creyó que había cedido. Se levantó diciendo: —Descansa bien. Voy a ver cómo está Lorena.
La puerta se cerró. María apretó la sábana con fuerza, las uñas hundiéndose en la palma de la mano, sin sentir el dolor.
Al recibir el alta, regresó a la mansión y comenzó a empacar sus cosas.
Tiró a la basura las joyas, vestidos y bolsos que Jairo le había dado, como si desechara sus cinco años de matrimonio.
Estaba por terminar cuando, de pronto, apareció Lorena.
Con los ojos rojos, corrió hacia ella y le sujetó la muñeca: —Te lo ruego, no me lleves tan pronto a donar médula.
María se soltó bruscamente, con frialdad: —¿Y ahora qué teatro quieres montar?
El rostro de Lorena cambió al instante; una sonrisa helada se dibujó en sus labios: —No pensé que lo descubrirías.
Retrocedió unos pasos y, de repente, fingió tropezar, ¡y cayó al agua de la piscina!
—¡Auxilio!
Su chillido desgarrador atrajo a Jairo, que justo volvía a casa.
—¡¿Qué estás haciendo?! —Gritó furioso, y de un empujón arrojó a María contra el suelo.
La nuca de ella golpeó con fuerza los escalones de piedra. Al instante la sangre brotó, tiñendo de rojo su cuello.
La vista se le nubló poco a poco. Con enorme esfuerzo abrió los párpados, alcanzando a ver cómo Jairo se lanzaba al agua sin dudarlo para sacar a Lorena en brazos.
Ella, empapada, se acurrucó en su pecho como una cervatilla asustada, aferrándose a su camisa con las manos temblorosas.
—Jairo, todavía no estoy lista para donar médula.
Él le enjugó con ternura las gotas de agua del rostro, con la delicadeza de quien acaricia un tesoro.
Susurró: —Lo sé. Tranquila, yo me encargaré de todo.
La levantó en brazos y se dispuso a marcharse. María, tambaleante y ensangrentada, se obligó a ponerse de pie. Quiso alcanzarlos, explicar que nunca había empujado a Lorena, que todo era una farsa montada por ella.
Pero al llegar al carro lo vio: Jairo sostenía a Lorena en sus brazos, consolándola en voz baja: —No tengas miedo, ya encontré otro donante. Tú no tendrás que hacerlo.