Capítulo 7
El cuerpo de Bruno se tensó. Miró a Alicia con tormento y duda.
Sus dedos temblaban, como si algo le oprimiera el pecho.
Abrió la boca, como si fuera a decir algo, pero las palabras se le atoraron en la garganta, y al final, se las tragó.
El médico, al ver su vacilación, lo apremió: —La señorita María ha perdido el conocimiento, si retrasamos la cirugía, quedarán cicatrices permanentes. Debe decidir ya.
El rostro de Bruno palideció, como acorralado.
Respiró hondo y murmuró: —Alicia, desde niña te enseñé que todo error tiene consecuencias.
Al oír esas palabras, algo dentro de Alicia se quebró.
Movió los labios, queriendo decir algo, pero no logró pronunciar palabra.
Y fue entonces cuando se dio cuenta, tenía ganas de llorar, pero no le quedaba ni una sola lágrima.
Quizá ya las había derramado todas durante aquellos años en la Universidad de San Eusebio.
Así, con el rostro vacío de expresión, fue llevada al quirófano como un cuerpo sin alma.
Apenas se cerraron las puertas, la supuesta María inconsciente se incorporó con una sonrisa triunfante y sin una sola quemadura.
Miró al médico con frialdad: —Podemos empezar, y sin anestesia. Quiero que le cortes la piel poco a poco.
El personal médico se miró entre sí, incómodo, pero nadie se atrevió a oponerse.
Un grupo de enfermeros se acercó para inmovilizar a Alicia, sujetándola firmemente contra la mesa de operaciones.
Alicia no opuso resistencia, yacía en silencio, con la mirada perdida en el techo.
Cuando el bisturí tocó su piel, un dolor indescriptible recorrió su cuerpo como una descarga eléctrica.
Su cuerpo tembló por reflejo, pero apretó los dientes y no emitió ni un solo quejido.
La hoja cortaba su piel centímetro a centímetro. La sangre brotaba de cada incisión, empapando la camilla.
Sus dedos se aferraban con fuerza al borde de la mesa, las uñas se le clavaban en las palmas y aun así, no soltó ni un suspiro.
María, de pie a un lado, observaba la escena con morboso deleite, los ojos llenos de burla y satisfacción.
Ella sonrió levemente y dijo: —Eres un monstruo. Incluso así, ni un solo grito.
Alicia no respondió; apretó la mandíbula y soportó en silencio cada corte.
El cuchillo siguió su curso, trozo a trozo, su piel fue arrancada.
La conciencia de Alicia empezó a desvanecerse.
En el quirófano solo quedaban el pitido rítmico de las máquinas y la risa siniestra de María.
—Después, tirad esa piel. Que se la coman los perros.
Fue lo último que oyó antes de perder el conocimiento por completo.
Cuando despertó, Alicia estaba en una cama de hospital, el brazo vendado y el dolor le cortaba la respiración con solo rozarlo.
La sala estaba en silencio, solo se oían los pitidos de las máquinas y murmullos del personal:
—El presidente Bruno cuida a la señorita María todos los días, hasta le da de comer él mismo.
—Sí, dicen que mañana es la boda. Hacen una pareja perfecta.
—Y pensar que antes él adoraba a Alicia, ¿Qué habrá pasado para que ahora ni se acerque? Da lástima, la verdad.
Alicia no dijo ni una palabra. Escuchaba en silencio, y contaba los días que le faltaban para marcharse.