Capítulo 1
Mi novio era de familia humilde; yo me privaba de todo y trabajaba medio tiempo para mantenerlo hasta que se graduara. Él me había dicho que se casaría conmigo.
Mientras trabajaba limpiando en un bar, escuché que, en realidad, él era el joven señor de los Fernández y que salía conmigo solo por haber perdido un reto en un juego.
Por su primer amor gastaba sin reparos, pero conmigo era sumamente tacaño.
En sus ojos, yo no era más que un pasatiempo y una herramienta para poner a prueba la naturaleza humana.
Estuvo conmigo cinco años únicamente porque las reglas del juego no le permitían terminar la relación.
Al saber la verdad, decidí irme por voluntad propia, como si hubiera tirado mi corazón a los perros.
Pero él no dejaba de seguirme día y noche: —Patricia González, sé que estuve mal, te lo ruego, vuelve conmigo...
...
A la una de la madrugada, acababa de terminar mi turno en la tienda de té con leche, y bajo un aguacero corrí hasta el bar.
Cuando el gerente me vio, frunció el ceño con disgusto: —¿Otra vez llegas tarde? ¿Cuántas veces has llegado tarde este mes? ¡Si no puedes con el trabajo, renuncia!
No me quedó más remedio que disculparme: —Lo siento, no volverá a pasar.
Tras la reprimenda, me dijo con frialdad: —Sube a limpiar el salón privado número seis. Allí hay un grupo de ricos; procura no ser torpe y no ofender a nadie.
Asentí, me puse el uniforme y tomé los utensilios de limpieza para subir, sintiendo un ligero mareo.
Para que mi novio Ramón Fernández pudiera pagar la matrícula, trabajaba en seis empleos al día y, aun con hambre, solo me permitía un pan al vapor.
Al final de la jornada estaba exhausta.
Pero pensar en la comida que él me había preparado antes de salir, y en cómo me tomó de la mano, con el rostro lleno de culpa, prometiéndome que, cuando tuviera dinero, se casaría conmigo, me devolvía las fuerzas.
Yo quería casarme con él, así que, por mucho que tuviera que dar, lo consideraba valioso.
Ayer fue su cumpleaños y le compré unas zapatillas como regalo. Si no trabajaba más turnos, este mes probablemente no podría pagar el alquiler.
Cuando me di cuenta, ya estaba frente a la puerta del salón número seis.
Dentro se oían voces: —Ramón, ¿todavía no le has dicho a esa pobretona la verdad? ¿No era que empezaste con ella porque perdiste un reto?
Me detuve en seco.
¿Ramón? ¿Sería alguien con el mismo nombre?
—¿Qué quieres que haga?
Respondió una voz familiar, seguida de una risita burlona: —Ustedes no saben, pero ella no quiere terminar; con esa pinta de pobre, todavía dice que trabaja para mantenerme.
—Si el próximo mes no me pide terminar, le diré que debo más de un millón en deudas de juego.
Alguien se rió y añadió: —Ramón, le gustas tanto que capaz que hasta estaría dispuesta a pagarte las deudas.
Se me cortó la respiración.
¿Esa era la voz de Ramón?
No podía ser.
No quería creerlo; en ese momento deseé que solo fuera alguien con una voz parecida.
Este mes me pidió mucho dinero, supuestamente para un entrenamiento en el extranjero. ¿Cómo iba a estar mintiéndome?
¿Y qué era eso de un reto?
¿Estaba conmigo solo por un juego absurdo?
Pero las palabras de su amigo destrozaron mis ilusiones:
—Por cierto, Patricia es muy guapa, buen busto, cintura estrecha, piel blanca, capaz que, para conseguirte el dinero, hasta se haría prostituta.
Se escucharon carcajadas desde dentro: —Ramón, ¿ya te la has llevado a la cama?
Él soltó una risa fría: —Solo estoy jugando con ella, ¿para qué tocarla? No me interesa.
Incrédulo, dijo otro: —¿Cómo? Con lo guapa que es, ¿no te provoca?
Él respondió con tono de burla: —¿Y qué? ¿Acaso está a mi nivel?
Dentro se oyó una ronda de aprobación: —Es cierto, si te casas con una pobretona sería ridículo.
Abrí la boca, pero solo sentí un sabor a sangre.
Él era el joven señor de la familia Fernández, qué imponente.
Yo conocía a los Fernández; en Monteluz eran una familia poderosa.
Así que el Ramón que yo creía un novio pobre, en realidad era rico.
En estos cinco años, para que él pudiera estudiar tranquilo, trabajé en seis o siete empleos al día, calculando cada gasto entre alquiler y comida, ahorrando para pagarle los estudios y temiendo que no viviera bien.
Pero todo lo que di con sinceridad, él lo pisoteó como si nada.
¿Tan poco valor tenía yo en sus ojos?
Apreté los puños con fuerza, con ganas de entrar a enfrentarlo, pero una chica se acercó, mirándome con sospecha: —¿Vienes a limpiar? ¿Por qué no entras?
Solo entonces los de adentro se dieron cuenta de que había alguien en la puerta.
Ramón levantó la cabeza de inmediato y miró hacia mi dirección.
Pero, como llevaba mascarilla, no me reconoció, y en cambio caminó hacia la chica: —¿Lucia, llegaste?
En su rostro había una calidez que nunca le había visto. Llevaba las zapatillas que le compré tras ahorrar dos meses: —¿No pasaste frío? Temía que no comieras, así que te traje tu cocido madrileño favorito. Anda, pruébalo.
Lucia le sonrió: —Gracias.
Fue entonces cuando vi que dentro había un enorme pastel de cumpleaños, globos por todas partes y la mesa repleta de licores caros y regalos.
Comparado con mis sopas aguadas de cada día, aquello sí encajaba con el estándar de una familia rica.
La mano con la que sostenía la escoba me temblaba; quería llamarlo, pero una vergüenza extraña me hizo agachar la cabeza y ponerme a barrer los vidrios rotos.
Ramón ni siquiera me miró. Tomó la mano de Lucia y la condujo hasta el sofá: —Te preparé un regalo.
Sacó con cuidado una caja; dentro había un collar con un diamante rosado: —¿Te gusta? Lo mandé hacer especialmente para ti.
Uno de los presentes bromeó: —¿Y eso? ¿Hoy de quién es el cumpleaños, que el regalo va en sentido contrario?
Lucia bajó la cabeza, sonrojada: —Me encanta.
Él mismo se lo puso, y entonces ella sacó una caja de regalo: —Te compré esas zapatillas de edición limitada que tanto querías. ¿Por qué no te las pruebas?
Al decirlo, miró las que él llevaba puestas y bromeó: —¿Y cómo es que hoy traes unas tan baratas?
El gesto de Ramón se tensó, pero sin dudarlo se quitó las que yo le había regalado, las tiró al cubo de basura y se calzó las nuevas: —Las llevaba por llevar.
En ese instante, mi corazón se heló por completo.
Para él, eso no eran más que unas zapatillas baratas.
Pero para mí significaban noches lavando platos en un restaurante, soportar el sol repartiendo volantes y trabajar de madrugada, durmiendo apenas dos horas al día para reunir el dinero.
Antes creía que, porque lo amaba y él me amaba, tendríamos un hogar feliz.
En ese momento, mirando las zapatillas en el basurero, solo me pareció un chiste cruel.
Escuché a alguien murmurar: —Ramón sí que es generoso; ese collar debe costar al menos 150,000 dólares.
—Ramón lleva diez años tras Lucia Rodríguez. Ahora quiere dejar a esa pobretona porque ella regresó al país...
—Baja la voz, no dejes que Lucia te oiga.
Esas palabras me taladraban los oídos como cuchillas heladas desgarrándome el corazón.
Ramón no me amaba; por eso podía darle a otra mujer un collar de 150,000 dólares y un cocido madrileño de 500 dólares, mientras que conmigo, hasta una taza de gachas, un pasador de imitación o una liga de un dólar el paquete de cien eran como dádivas.
Ellos eran gente resplandeciente, y yo parecía alguien que se había colado en su mundo, sin siquiera el valor para reprochar.
Bajé la cabeza, aguantando el dolor en el pecho, y terminé de limpiar el salón para marcharme.
No podía quedarme ni un minuto más.
Pero no esperaba que, de pronto, Lucia dijera: —Ramón, tengo antojo de la leche con té de la calle de al lado, pero afuera llueve a cántaros.
—Tonta, con solo pagar, sobran personas que lo hagan por ti.
Ramón echó un vistazo a su alrededor, y de pronto su mirada se detuvo en mí.
Me llamó justo cuando estaba por salir y, sacando dinero de la cartera, me lo extendió:
—Mesera, cómpreme una leche con té; considérelo una propina.