Capítulo 6
De pronto el sonido de la sirena de la ambulancia rompió la tranquilidad de la noche.
Emily se sentó en el banco del pasillo del hospital, con las manos fuertemente apretadas en puños.
El médico le acababa de decir que sus padres sólo habían sufrido un susto y que físicamente estaban bien.
Ella exhaló un largo suspiro y cerró con cuidado la puerta de la habitación.
—¡Cristian! ¡Resiste! Todo es culpa mía...
De pronto, al final del pasillo, se oyó el desgarrador llanto de Susana.
Emily levantó la cabeza y vio al personal médico pasar apresurado empujando una camilla.
Cristian yacía sobre ella, la camisa blanca empapada en sangre, y en su hermoso rostro no había ni rastro alguno de color.
Susana le sujetaba la mano con fuerza, llorando desconsolada: —Lo siento... Todo es culpa mía... Tú detuviste el avión para traerme de regreso, y yo insistí en quitarte el volante para bajarme del auto...
Cristian levantó la mano débilmente y, con la yema de los dedos, le secó las lágrimas: —Mientras no te vayas, estoy dispuesto a hacer cualquier cosa por ti...
El corazón de Emily se encogió de golpe; se dio la vuelta y se alejó con rapidez.
No quiso mirar más, ni se atrevió a hacerlo.
En los días siguientes, Emily permaneció en el hospital cuidando con esmero de sus padres.
Cada mañana, ella preparaba tónicos y los observaba con atención mientras terminaban de comer.
En el pasillo, las voces de las enfermeras chismorreando llegaban a sus oídos de vez en cuando:
—El jefe Cristian mima demasiado a la señorita Susana. Él está gravemente herido, pero aun así la consiente todos los días.
—Sí, escuché que una noche la señorita Susana quiso un ponqué de la pastelería del lado oeste de la ciudad, y el jefe Cristian fue corriendo en coche a comprarlo.
Renzo y Renata miraron preocupados a su hija, pero la veían pelando una manzana con absoluta tranquilidad, como si no hubiera escuchado nada.
—Emily...— Renata quiso decir algo, pero vaciló.
—Mamá, estoy bien.— Emily cortó la manzana en pequeños trozos. —Tranquila ya no lo amo.
Eso era la verdad.
Desde el momento en que él ató a su madre a la mesa de operaciones, su amor por él había desaparecido por completo.
Ahora, lo único en lo que pensaba era en llevarse a sus padres sanos y salvos lejos de ese infierno.
Una semana después, la condición de Renzo y Renata se estabilizó.
—Emi, ya estamos mejor. Ve primero a casa y prepara las maletas.— Renzo dio una palmada en el hombro de su hija. —Nos iremos pronto. Tal vez no volvamos, así que tendrás que encargarte del resto.
Emily obedeció.
De regreso a la villa, apenas había comenzado a empacar cuando la puerta se abrió de repente.
Cristian estaba de pie justo en la entrada, con el rostro ensombrecido: —Estos días Susana ha estado muy asustada. Ve a la iglesia y reza por ella.
Su tono no admitía objeción alguna, como si le estuviera dando órdenes a una sirvienta.
En el pasado, Emily sin duda habría rechazado la petición.
Pero ahora, simplemente obedeció con indiferencia: —Está bien.
Ya no se atrevía a oponerse.
La última vez que se negó, casi le costó la vida a sus padres.
No podía permitirse ningún otro riesgo.
La iglesia, al amanecer, estaba envuelta en una abrumadora neblina.
Con cada paso que daba, Emily rezaba en absoluto silencio en su corazón.
Sus pies estaban tan desgastados de caminar que la carne y la sangre se mezclaban, pero ella no sentía dolor alguno.
Al girar, vio por accidente una esquina del recinto.
En ese rincón colgaban numerosos papeles de deseos, balanceándose suavemente con el viento.
De pronto la curiosidad la llevó a acercarse, pero al ver con claridad la letra en los papeles, se sintió como si la hubiera alcanzado un rayo.
[Que Emily sea feliz. Cristian]
[Espero que Emily tenga buena salud. Cristian]
[Espero que Emily pueda llegar a gustar de mí. Cristian]
Cada papel, era una muestra del profundo amor que Cristian le había tenido alguna vez.
El más antiguo se remontaba a la época en que estaban en la secundaria, y el más reciente databa de poco antes de casarse.
Emily sonrió con amargura y entró en la iglesia.
Esta vez, no solo rezó por Susana, sino que también escribió un papel de deseo extra.
Antes de irse, pidió prestadas unas tijeras al sacerdote, volvió al rincón de los deseos y cortó todos los papeles que contenían esas tontas palabras de amor, tirándolos a la basura.
—¿Qué haces...?— El sacerdote la miró, desconcertado.
—No se preocupe me despido del pasado,— respondió Emily en voz baja.
Al bajar de la colina, entregó el papel de deseo que había escrito a Cristian.
—¿Qué es esto?— Él tomó el papel de deseo, haciendo mala cara.
—Es un papel de deseo. Espero que tú y Susana sean felices para siempre.— La voz de Emily era sincera, y su mirada tan tranquila como el agua.
Cristian la miró sorprendido: —¿De verdad lo deseas?
Ella respondió: —Por supuesto.
Cristian la miró con el ceño fruncido por un largo rato, como si quisiera decir algo, pero al final no dijo nada y simplemente se dio la vuelta y se fue.