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Capítulo 3 Vamos a divorciarnos

Las pupilas de Julia se contrajeron de golpe y, en un instante, protegió con fuerza la urna en sus brazos, sin permitir que sufriera el más mínimo daño. —¡Son las cenizas de mis padres! ¿Cómo puedes hacer esto? —exclamó Julia, llena de furia. —¡Esta es la casa de mi hijo! Si te atreves a meter aquí esa cosa de mala suerte, te juro que destrozo esa urna para que tus padres vean bien la clase de hija venenosa que criaron, una que quiere atraer desgracias sobre la familia Guzmán. —Escupió Cecilia, soltando palabra tras palabra cargada de veneno. Los ojos de Julia estaban llenos de ira, y sostuvo la urna con más fuerza aún. —Aunque seas la madre de mi esposo, no tienes derecho a insultar así a mis padres. Diego intervino: —Julia, mejor saca esa urna. No sigas alterando a mi madre. Ella acaba de salir de una cirugía, no puede enojarse. Si le pasa algo, ¡nunca te lo voy a perdonar! Las manos de Julia, que sostenían la urna, temblaban ligeramente, y la furia en sus ojos se intensificaba. Tres años de matrimonio, y Diego ni siquiera mostraba el mínimo respeto hacia los padres de Julia. Al ver que ella no se movía, la molestia brilló en los ojos de Diego. —¿Todavía no te vas? ¿Quieres que te eche? —¡Ja, ja! —Julia rio con rabia, inclinando la cabeza para mirar la urna en sus manos. Papá, mamá... Resulta que sí me equivoque de persona al casarme. Tres años atrás, aquel hombre la miraba con inseguridad. —No tengo casa ni auto, ¿aun así quieres casarte conmigo? Julia había asentido, solo porque el día en que recibió la noticia de la muerte de sus padres, Diego estuvo a su lado en silencio, ayudándola a enjuagar las lágrimas. Tras la muerte de sus padres, Sergio le habló a Julia con gran seriedad: —Juli, lo que más preocupaba a tus padres en vida era tu futuro. Las fuerzas especiales son demasiado peligrosas. No quiero que termines como tu papá, tu mamá y tu hermano. Estoy seguro de que tus padres también deseaban que vivieras tranquila hasta la vejez. Con la muerte de sus padres y la desaparición de su hermano, de los cuatro miembros de la familia, solo quedaba ella. Por eso Julia se retiró del ejército y se casó con Diego. Creyó que, aunque no llegaran a amarse como sus padres, al menos podrían tratarse con respeto. Pero ahora era él quien rompía esa última dignidad. Diego nunca supo que, cuando él no tenía nada, hasta el primer capital para emprender había salido de la pensión por la muerte de los padres de Julia. Si sus padres supieran que el yerno que usó su indemnización para iniciar un negocio ni siquiera permitía que sus cenizas entraran a la casa, ¿qué sentirían? —Está bien, me voy —dijo Julia, levantando la cabeza con la espalda erguida, sin permitir que las lágrimas cayeran. Podía sangrar, podía sacrificarse, pero no debía llorar por alguien tan frío e insensible. Julia se dio la vuelta con decisión y se marchó. Nora, aún sin reaccionar, preguntó: —¿Se fue así nada más? —¡Bah! Esta es la casa de Diego. ¿Qué derecho tiene ella a mandar aquí? Una huérfana que pretende superar su lugar y hacer lo imposible —murmuró Cecilia, llena de desprecio. Diego miró la espalda de Julia mientras se alejaba y sintió una profunda desolación, como si hubiera perdido algo irremediable. ... Julia llevó la urna a la funeraria para depositarla allí temporalmente. Quería llevar las cenizas de sus padres a su pueblo natal para darles sepultura, pero aún era necesario preparar la lápida y otros arreglos, así que por el momento solo podía dejarlas guardadas en ese lugar. —Papá, mamá, esperen un poco más. Muy pronto los llevaré de regreso a casa —dijo Julia, mirando la urna frente a ella, y con solemnidad la cubrió con la bandera nacional. —Algún día encontraré a mi hermano y vendré con él a visitarlos. Estoy segura de que sigue vivo —murmuró Julia. Su hermano también había sido militar, y cinco años atrás, durante una misión, desapareció en la línea fronteriza. Cuando Julia aún servía en el ejército, había intentado buscar alguna pista sobre él, pero nunca encontró nada. Ahora, en cuanto diera sepultura a las cenizas de sus padres, pensaba dirigirse a la frontera para seguir buscando el paradero de su hermano. Después de colocar con cuidado la urna, Julia se dispuso a salir de la funeraria. Afuera lloviznaba, y ella avanzó bajo su paraguas cuando escuchó a dos personas conversar. —Hoy llegaron un montón de autos. También vi a varios líderes del gobierno. ¿Quién habrá muerto para que viniera tanta gente importante? —¿No viste las noticias? Fue el señor de la familia López. En un rato empieza el servicio fúnebre. —¿Qué? ¿El señor de la familia López? Entonces, ¿quién tomará el mando de la familia ahora? —¿Quién más? Ese hombre de la familia López con tanto poder, al que todos llaman loco. Julia por fin entendió por qué, al llegar antes, había visto a tantos policías apostados en los alrededores. Resultaba que ese día se celebraba el funeral del patriarca de la familia López. La familia López en Ríoalegre era como un gigante: todos la conocían, pero nadie se atrevía a enfrentarse a ella. Cuando Julia salió de la funeraria, vio que los autos formaban una larga fila en el exterior. Eran limusinas negras que reflejaban el estatus del difunto. En ese momento, la puerta del auto más cercano a Julia se abrió, y alguien se adelantó con un paraguas. Una figura alta y esbelta descendió lentamente del vehículo. El paraguas negro cubría la parte superior de su cara, pero Julia alcanzó a distinguir la parte inferior de aquella cara varonil. Un puente nasal recto, unos labios finos y húmedos por la llovizna, y unas manos largas, de nudillos marcados, que desprendían un aura fría y peligrosa. Eran unas manos hechas para matar. Entonces, los ojos de Julia se encontraron con un par de pupilas negras y muertas. Eran unos ojos hermosos, profundos y alargados, con las comisuras ligeramente elevadas. Pero en esa mirada había un vacío aterrador, como si nada en este mundo pudiera reflejarse en ellos. A pesar de ser un asistente más al funeral, en su cara no se asomaba ni tristeza ni alegría. La persona que le sostenía el paraguas lo guio con respeto. —Señor Bruno, por aquí, por favor. ¿Señor Bruno? Julia se quedó pasmada. ¿Ese hombre pertenecía a la familia López? Muy pronto, el hombre pasó a su lado y la dejó atrás. Solo cuando ella subió a su auto se dio cuenta de que tenía las palmas húmedas de sudor frío. Sacó el celular y vio un mensaje de Diego: [Mi madre y Nora ya se fueron. Cuando termines de acomodar las cenizas de tus padres, vuelve. Tenemos que hablar.] Julia miró el mensaje con frialdad, encendió el motor y condujo hacia la mansión. En el interior, Diego estaba sentado en el sofá de la sala. Apenas la vio entrar, se levantó enseguida. —¿Ya están acomodadas las cenizas de tus padres? —Sí, ya las dejé en su lugar —respondió Julia con voz indiferente. —Mi madre es mayor y tiene sus supersticiones. No fue su intención ofenderte —dijo Diego, extendiendo el brazo para rodear a Julia con ternura. —Juli, perdóname. Sé que hoy te hice pasar un mal momento. Te prometo que voy a compensarte. ¿Compensarla? En el corazón de Julia brotó una tristeza insondable. El abrazo de Diego era cálido, pero al mismo tiempo ella lo sentía gélido. Porque los verdaderos humillados ese día no habían sido ella, sino sus padres. Eran mártires de la patria y, aun así, sus cenizas no habían podido cruzar la puerta de la casa de su propia hija. ¿Con qué podía Diego compensarla? Hubo un tiempo en que Julia había anhelado el calor de esos brazos. Pero ya no necesitaba esa falsa calidez. Julia apartó el abrazo de Diego, miró fijamente al hombre que alguna vez había amado y dijo: —Diego, vamos a divorciarnos.

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