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Capítulo 3

Esa era la última obra del maestro Tomás: ¡Bruma en la Montaña! Las pinceladas familiares del cuadro le recordaron de inmediato la mano huesuda de Tomás en su lecho de muerte. En sus recuerdos, Tomás siempre le acariciaba la cabeza con cariño y le decía: —Pauli, este cuadro es el esfuerzo de toda mi vida... Ahora que Tomás había fallecido y su esposa Lilia sufría entre lágrimas interminables, Paula pensó que, si lograba comprar esa pintura, sin duda sería un consuelo para Lilia en su dolor. —Quinientos mil dólares. —Sin dudarlo, levantó su paleta. —Sergio... —Rosaura tiró repentinamente de la manga de Sergio—. Este cuadro es tan hermoso. Sergio levantó la paleta de inmediato. —Un millón de dólares. Paula apretó los dientes. —Dos millones de dólares. —Tres millones de dólares. El precio subía rápidamente y toda la sala de subastas quedó en absoluto silencio. Paula, de reojo, vio cómo Daniel, Mario y Emilio bajaban discretamente sus paletas, porque Rosaura miraba el cuadro con deseo. Qué irónico. Apenas diez minutos antes, ellos le habían prometido: "Pauli, lo que te guste, te lo compramos". Clavando las uñas en la palma de su mano, Paula volvió a levantar su número. —Cinco millones de dólares. —Ocho millones de dólares. —Diez millones de dólares. Finalmente, ¡Sergio se adjudicó la subasta! Al levantarse para pagar, cruzó la alfombra roja con paso largo, el pantalón de su traje ajustándose perfectamente a sus piernas, sin mirar ni una sola vez a Paula, cuyo semblante estaba pálido. —Pauli, no te pongas triste. —Daniel se apresuró a consolarla—. Si de verdad te gusta ese cuadro, ahora mismo voy a buscar en el backstage si hay alguno similar, enseguida te consigo uno... —¡Yo también voy! —Emilio se sumó enseguida. —¡Voy contigo! —Mario no se quedó atrás. Las figuras de los tres hombres alejándose apresuradamente se fueron difuminando ante los ojos de Paula. Ella inspiró hondo, conteniendo el malestar que le revolvía el estómago, y caminó hacia Rosaura, quien estaba rodeada de atenciones en el centro de la sala. —Ponle precio a ese cuadro. —La voz de Paula era peligrosamente tranquila—. Cinco veces, diez veces, veinte veces el valor, no me importa. Rosaura soltó una risita y en su mirada brilló un destello de satisfacción. —¿Así que la señorita tan distinguida también sabe pedir favores? Inclinó la cabeza y, fingiendo inocencia, parpadeó. —Pero el dinero no lo es todo. Por ahora no quiero vender el cuadro, pero si de verdad lo deseas, hazme una reverencia y pídemelo con sinceridad, y te lo doy. La respiración de Paula se detuvo por un instante. Ese rostro, que frente a los hombres siempre fingía ser frágil e indefensa, frente a Paula se mostraba tan insolente y arrogante que resultaba repulsivo. Por eso, en todas sus vidas, Paula nunca había podido soportar a Rosaura. Hasta ahora, Paula no comprendía por qué Sergio, Emilio, Mario y Daniel llegaron a enamorarse de Rosaura. Paula apretó los puños. —Ya te dije que el dinero no es un problema. —Pero lo único que quiero es verte hacerme una reverencia —respondió Rosaura con una dulce sonrisa—, si no... La mirada de Paula se posó en la pintura que Rosaura sostenía con descuido en las manos. Era la última obra de Tomás, el recuerdo que Lilia más añoraba. Solo de imaginar a la anciana llorando cada noche, el corazón de Paula se sintió oprimido por una mano invisible. —Está bien, haré una reverencia. Finalmente, Paula se inclinó despacio y, bajo la mirada de todos, le hizo una reverencia. El aire frío atravesaba la fina tela de su vestido, pero ni así podía compararse con el frío que sentía en el corazón. Al incorporarse, la voz de Paula sonó tan calmada que daba miedo. —¿Ahora sí puedes dármelo? Pero de pronto, Rosaura sonrió, y en esa sonrisa se ocultaba una maldad escalofriante. Frente a Paula, sujetó el cuadro con ambas manos y... ¡Ras! El desgarrador sonido de la tela rasgándose retumbó en el silencio de la sala de subastas. —¡Tú! —La furia de Paula estalló, y sin pensarlo, le dio una cachetada. —¡Paula! —La voz de Sergio retumbó como un trueno—. ¿¡Qué crees que estás haciendo!? —Sergio... —Rosaura se cubrió la cara, y las lágrimas brotaron de inmediato de sus ojos—. No culpes a la señorita Paula, todo fue mi culpa, no debí venir contigo a la subasta... Con sus dedos temblorosos, se aferró al saco de Sergio, con la voz entrecortada en el instante justo, dijo: —La señorita Paula te quiere, al verme recibir tantos obsequios tuyos es natural que se enfade... —Sé que mi presencia les causa problemas... —Rosaura, de repente, apartó a Sergio y retrocedió tambaleante—. Si es así, déjenme desaparecer para siempre. Se dio la vuelta y corrió hacia la ventana a una velocidad sorprendente. —¡Rosita! El grito de Sergio resonó en toda la sala de subastas, pero ya era tarde... ¡Crash! El estallido del vidrio y el sordo golpe del cuerpo al caer se amplificaron en los oídos de Paula. Corrió hasta la ventana y vio a Rosaura, como una mariposa con las alas rotas, tendida en un charco de sangre, mientras una extraña sonrisa de triunfo se dibujaba en sus labios. Sergio enloqueció por completo. Con los ojos inyectados en sangre, tomó en brazos a Rosaura empapada en sangre, su voz estaba ronca, era aterradora. —¡Alguien, llévenla al hospital ahora mismo! Y al clavar la mirada en Paula, la amenaza fue tan fría como una sentencia. —Paula, será mejor que reces. Si a Rosita le pasa algo, ¡te haré pagar con tu vida! En el pasillo del hospital, bajo la luz blanca y fría, el tiempo parecía haberse detenido. Un médico llegó corriendo, con la voz cargada de urgencia, dijo: —¡La paciente tiene una hemorragia grave, necesita transfusión! Pero es Rh negativo y el banco de sangre está vacío... Sergio se giró de golpe y su mirada, afilada como una navaja, se clavó en Paula, a quien dos guardias mantenían sujeta. —Tú también eres Rh negativo. —No... —En la cama, Rosaura abrió los ojos débilmente—. Es mi culpa... La señorita Paula es anémica, por favor, no permitan que ella done sangre... —Y aun así sigues preocupándote por Paula. Rosita, eres tan buena. —Sergio le tomó la mano con una ternura inusitada, como si calmara a una niña asustada; pero al volver la mirada a Paula, sus ojos se volvieron tan fríos como el hielo polar—. ¡Alguien, atájenla! —¡Sergio, no te atrevas! —¡Ya verás si me atrevo! Paula fue empujada brutalmente sobre la mesa de operaciones; el metal helado le quemó la espalda. Se debatía con todas sus fuerzas, pateando un estante de instrumentos que cayeron ruidosamente al suelo. —¡Sujétenla! —ordenó Sergio furioso. Tres o cuatro guardias la inmovilizaron con fuerza. El cabello de Paula quedó hecho un desastre, y su vestido, al forcejear, se desgarró, dejando al descubierto sus hombros blancos. —¡Sergio! —gritó Paula con todas sus fuerzas, la desesperación inundaba su voz—. ¡Te vas a arrepentir...! —La que debe arrepentirse eres tú —respondió Sergio con frialdad, y él mismo insertó la aguja en la vena de Paula. La sangre fluía por el conducto y la conciencia de Paula empezó a nublarse. En su delirio, volvió a aquella noche lluviosa de su vida pasada. Las luces cegadoras de un auto, el chillido de los frenos, y, al otro lado de la calle, las miradas frías de Sergio y los otros tres. Solo Raúl, aquel hombre a quien tanto había despreciado y con quien nunca pudo entenderse, corrió bajo la lluvia, temblando, para abrazar su cuerpo ensangrentado. —Raúl... —Las lágrimas de Paula se mezclaron con la sangre, tiñendo la mesa de operaciones de rojo como una trágica flor—. ¿Cuándo vas a volver...? Te extraño tanto... Su voz se fue apagando poco a poco, hasta que finalmente desapareció por completo en el aire helado.

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