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Capítulo 6

Verónica quedó paralizada, con la mano todavía suspendida en el aire. La bajó de golpe y, con voz apremiante, exclamó: —¡No fui yo, ella misma se cayó! Jairo apretó con fuerza el brazo de Mariana, y en su mirada cruzó un destello de duda. Entonces, Mariana, entre los brazos de Jairo, dejó escapar un quejido de dolor: —No culpen a Verónica. Recién salida de prisión, es normal que tenga malas costumbres. Yo la provoqué... Sus palabras despertaron de inmediato una ola de indignación entre los presentes. —¡Y aun así la señorita Mariana la defiende! ¡Qué bondadosa! —Tres años en prisión y sale como si nada, seguro allí se volvió una abusiva. —Una exconvicta así tiene el alma torcida; ¡se le nota la maldad en la cara! Las acusaciones cayeron sobre Verónica como piedras. Las imágenes de la cárcel los abusos, las golpizas, se mezclaron en su mente con los rostros que ahora la señalaban. —¡No es así! ¡Yo no lo hice! Gritó, inútil, cubriéndose los oídos. La duda en los ojos de Jairo se desvaneció de inmediato. Su mirada, cargada de decepción, se clavó en Verónica: —Mientras estuviste presa, Mariana me apoyó sin quejarse. —Y tú, por celos, la empujas por las escaleras. No debí ablandarme para traerte de vuelta. Las palabras se le atoraron a Verónica en la garganta. Los murmullos y los dedos acusadores la crucificaron en público. Alguien entre la multitud murmuró con sorna: —¿Dices que la señorita Mariana se cayó sola? Palabras al aire, cualquiera puede decir eso. Entre los brazos de Jairo, Mariana alzó la mirada hacia Verónica con desafío: —Verónica, si eres capaz de caer de la misma manera frente a todos, entonces te creerán. Jairo también. Jairo recorrió con la mirada a la doliente Mariana y a Verónica, pálida como la cal. —Tiene razón. O te lanzas como ella, o deja de mentir. Verónica lo miró incrédula, al hombre en quien un día había puesto todo su amor. ¿Él quería que demostrara su inocencia así? Una sonrisa amarga torció sus labios: —Jairo, mira bien... Antes de terminar la frase, sin un instante de vacilación, se dejó caer hacia atrás. —¡Dios mío! En medio de los gritos de asombro, su espalda golpeó con fuerza los duros escalones. Verónica cayó por las escaleras, sin protegerse, golpeándose una y otra vez. Al llegar al último, su frente se estrelló contra el borde; la sangre brotó de inmediato. Jairo dio un paso hacia ella, con el rostro nublado por la confusión. Pero Mariana, con voz débil y un fingido sollozo, le jaló la manga: —Me duele la cabeza. Jairo miró a la mujer en sus brazos, después a Verónica, con la frente ensangrentada. Pero, al final, solo quedó la impaciencia en su expresión. —Verónica, ¿para qué llegas a esto? Aunque empujaste a Mariana, ¿tan difícil es admitir tu error? ¿Tenías que armar semejante escena? Él pensaba que Verónica solo estaba evadiendo su responsabilidad; ni siquiera se inclinó para mirar sus heridas. Sosteniendo a Mariana en brazos, soltó una frase helada: —Si no te has matado, vuelve sola a casa. Deja de hacer el ridículo. Y, bajo las miradas de desprecio de todos, se marchó a grandes pasos. Verónica quedó tendida en el suelo helado, la sangre manando de su frente. Miró las brillantes arañas del techo y, de pronto, sintió ganas de reír. Verónica solo quería reírse: de esos tres años perdidos, de su amor ciego, de sí misma. Las lágrimas se mezclaron con la sangre en la comisura de sus labios, saladas y amargas.

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