Capítulo 3
—Ya está firmado. —Dijo con tono de advertencia. —Escuché que tu matrimonio fue solo un negocio. Así que compórtate. Si es por casas o joyas, tráeme los contratos a mí. No molestes más a Nicolás; él tampoco quiere verte.
Mariana miró el sello que representaba la autoridad de Nicolás estampado en el papel, sintió que era la burla más cruel del mundo.
Abrió la boca, dispuesta a explicarle que no se trataba de un contrato de compraventa, sino de un acuerdo de divorcio...
Pero, de repente, un agudo sonido de alarma resonó por todo el salón.
—¡Fuego! ¡Corran! —gritó alguien, y el pánico estalló al instante. La multitud empujaba y gritaba, corriendo hacia las salidas.
Mariana y Antonella, que estaban más cerca del interior y además eran de contextura pequeña, fueron arrolladas y derribadas al suelo por la masa en estampida.
—¡Ahhh!
—¡No me pisen!
Decenas de pies las golpeaban sin piedad. El dolor era insoportable; Mariana sintió que sus huesos crujían bajo el peso de la gente. Trató de incorporarse, pero era inútil.
—¡Nicolás, sálvame! —El grito desgarrador de Antonella atravesó el caos.
—¡Bebé! —La voz ansiosa de Nicolás resonó por encima del alboroto.
Mariana lo vio regresar corriendo, empujando con fuerza a la multitud, y en su pecho se encendió una chispa débil de esperanza.
Pero cuando llegó, su mirada se fijó solo en Antonella. Sin dudarlo, se agachó, la levantó en brazos con cuidado y la protegió contra su pecho, alejándola del peligro.
Nunca, ni por un instante, volvió la vista hacia Mariana, que yacía tirada en el suelo.
—¡Nicolás! —Gritó ella con su última gota de fuerza, pero su voz se perdió entre los alaridos y el estruendo.
¿La escuchó?
Tal vez sí, pero no se volvió.
Cuando Mariana pensó, desesperada, que moriría allí aplastada, aquel rostro familiar apareció de nuevo entre el caos.
Su corazón, marchito, se iluminó de pronto: al final, él sí había vuelto por ella.
Pero Nicolás llegó hasta su lado y, sin mirarla, se inclinó solo para recoger una pulsera que había caído al suelo. La apretó en su mano y se dio la vuelta para marcharse.
—¡Qué bien! ¡La recuperaste! —La voz de Antonella, entre sollozos y risas, resonó desde la distancia. —¡Es mi pulsera favorita! Si se rompía, habría llorado todo el día.
Nicolás regresó rápido a su lado, con alivio y ternura en la voz: —No podía dejar que lloraras, así que volví a buscarla.
—¡Eres el mejor! —Dijo ella, besándolo con alegría.
Nicolás no había regresado por ella, sino por una pulsera.
En el corazón de ese hombre, su esposa de cinco años valía menos que una simple joya de Antonella.
El dolor y la desesperación se abatieron sobre ella como una losa.
El mundo se volvió oscuro, y perdió el conocimiento.
Cuando volvió a abrir los ojos, el brillo frío de una lámpara quirúrgica la cegó.
El olor a desinfectante te envolvía, los médicos preparaban los instrumentos: —Tienes contusiones, fracturas en las costillas y una hemorragia interna por aplastamiento abdominal. Debemos operar de inmediato.
El anestesista se acercó con la jeringa.
Pero antes de que pudiera inyectarle el anestésico, un estruendo sacudió la puerta.
De pronto, varios guardaespaldas irrumpieron. Uno arrancó la aguja de su brazo y, sin cuidado, la bajaron de la camilla a la fuerza.
—¿Qué están haciendo? ¡La paciente necesita cirugía urgente! —Gritó el médico, indignado.
Pero los hombres no lo escucharon. A la fuerza, arrastraron a Mariana, ensangrentada y sin fuerzas, fuera del quirófano.
—¡Suéltenme! ¿A dónde me llevan? —Preguntó débilmente, luchando por soltarse. Cada movimiento le desgarraba por dentro.
Nadie le respondió.
La arrastraron hasta el área VIP del hospital y, sin miramientos, la arrojaron al suelo helado.