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Capítulo 4

Levantó la cabeza y vio a Nicolás junto a la cama de Antonella, ayudándola a beber agua con cuidado. Antonella parecía solo algo asustada; tenía unas leves raspaduras, nada grave. Al verla ensangrentada y rota, Nicolás no mostró emoción alguna. Su mirada era fría, vacía. Y con voz de acero dijo: —Antonella quiere tres leches. Recuerdo que tú lo haces mejor que nadie. Ve a la cocina y prepáraselo. Mariana no podía creer lo que acababa de escuchar. ¡Estaba cubierta de sangre, al borde del desmayo, y él no le dirigía ni una palabra! ¿Solo porque Antonella pidió tres leches, la sacaron del quirófano para esto? Todos los años de humillación y desesperanza reprimidos en su pecho explotaron de golpe. Se incorporó con esfuerzo, la voz rota por el llanto y la rabia: —¡Nicolás, esto es demasiado! ¿Dónde estabas cuando casi me aplastan en la subasta? ¡Solo te importaba ella! ¿Y ahora, herida, al borde de una cirugía, me traes aquí por un postre? Después de tantos años, ¿qué soy para ti? ¡Soy tu esposa! ¿Así me humillas? Su voz quebrada llenó la habitación; las lágrimas se mezclaban con la sangre de su rostro, la imagen misma del dolor absoluto. Pero el rostro de Nicolás no mostró la menor emoción, ni una contracción, ni un parpadeo. Fue Antonella quien se quejó, con un mohín de fastidio, tapándose los oídos con ambas manos: —Nicolás, qué escándalo, me duele la cabeza cuando grita. Él la abrazó al instante, cubriéndole las orejas con las manos, y le susurró con ternura: —Tranquila, amor. No pasa nada. Luego levantó la vista y miró a Mariana, su mirada se volvió filosa y glacial: —¿Todo eso que dijiste fue solo para negarte a preparar el tres leches? Mariana lo observó, con los ojos vacíos, como si el alma se le hubiera apagado por completo. Nicolás perdió la poca paciencia que le quedaba, su tono fue cortante, helado: —Entonces enciérrenla en la cámara frigorífica. Cuando acepte hacerlo, la sacan. Los guardaespaldas la arrastraron, ignorando sus gritos, y la encerraron en la cámara de medicamentos. La puerta se cerró con fuerza. El aire helado le atravesó las heridas como agujas. El dolor se volvió insoportable. La hemorragia interna empeoraba, podía sentir su vida deslizándose lentamente fuera de ella. El frío y la desesperación la consumían. Cuando creía que moriría allí, un último instinto de supervivencia venció su dignidad. Con lo último de sus fuerzas, se arrastró hasta la puerta y la golpeó con las manos entumecidas: —¡Lo haré! ¡Sáquenme de aquí! La puerta se abrió. La sacaron como un trapo viejo y la arrojaron al suelo frío de la cocina del hospital. Con el cuerpo hecho trizas y apoyándose apenas en la fuerza de su voluntad, Mariana preparó el tres leches. Cuando lo llevó a la habitación, Nicolás apenas le dio una mirada antes de hacer un gesto con la mano y ordenar: —Llévenla de nuevo al quirófano. La empujaron de nuevo a la camilla. Le inyectaron anestesia y su conciencia empezó a desvanecerse. La última lágrima se deslizó desde la comisura del ojo de Mariana. "Nicolás, desde hoy en adelante, tú y yo seremos dos extraños." "Nunca más volveré a amarte."

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