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Capítulo 1

El día en que Carolina Sánchez se casó con el hombre que amaba, él se declaró en bancarrota. Durante cinco años de matrimonio trabajó veinte horas diarias; hasta su hijo la ayudaba a recoger botellas para pagar las deudas. En el cumpleaños del niño, ambos estaban disfrazados de muñecos, repartiendo volantes frente a un hotel, empapados en sudor. Un empleado se les acercó: —Ustedes dos, hoy tienen suerte. El hijo de la novia del presidente Ricardo cumple años aquí. A los niños les encantan los muñecos; si bailan un rato, les pagarán mil quinientos dólares. Por ese dinero entraron al lujoso salón de banquetes. Al levantar la vista, Carolina se quedó helada. El hombre del asiento principal, con traje impecable, era Ricardo Martínez. Parecía haber vuelto a ser el de antes, escuchando con atención a la mujer a su lado, con una ternura que ella nunca le conoció. Carolina agarró al empleado: —¿Dijiste Ricardo Martínez? ¿No estaba en bancarrota? Él la miró sorprendido: —¿Bancarrota? Es el hombre más rico del país. Sintió que se congelaba por dentro. Entonces Florencia López sonrió: —Ricardo, organizaste una gran fiesta para mi hijo, pero hoy también es el cumpleaños del tuyo. ¿Por qué no los celebramos juntos? Ricardo apartó un mechón del cabello de Florencia y dijo, tranquilo: —No hace falta. Ya te lo dije: en esta vida, mi dinero será solo para ti. La música comenzó de golpe. El empleado empujó a Carolina: —¿Qué esperas? ¡Baila! Carolina mordió su labio hasta sentir el sabor de la sangre. Movió el disfraz, y a través de la rejilla vio a Diego inmóvil. Era tan listo, seguro había reconocido la voz de su padre. —¡Bailan bien! —Gritó Tomás, el hijo de Florencia, lanzándoles billetes. —¡Qué divertido! Ricardo y Florencia se miraron sonriendo. Carolina sintió un golpe en el pecho. Cinco años. Ricardo había fingido estar arruinado cinco años solo para cumplir su promesa: su dinero sería siempre para Florencia. ¿Aún no la había olvidado? Los recuerdos le dolían como cuchillos. Carolina era hija del mayordomo, y desde niña supo que Ricardo era un hombre destinado a brillar, mientras ella solo podía mirarlo de lejos. Nunca pidió nada, solo lo observaba consentir a Florencia. A los dieciocho, él le organizó a Florencia una fiesta en un crucero. Los fuegos artificiales iluminaron el cielo toda la noche. Florencia, vestida de gala, corrió a sus brazos riendo: —¡Es demasiado! Él la abrazó y dijo: —Te mereces lo mejor. Tengo dinero, y será solo para ti. Después discutieron, y Florencia, enojada, se fue del país. Ricardo corrió al aeropuerto, pero ella le dijo que estaba comprometida y que debía olvidarla. Esa noche él se emborrachó. Carolina fue a cuidarlo, pero él la atrajo hacia la cama. —¿Te gusto? —Preguntó con la voz pastosa, apretándole el brazo. Carolina quiso hablar, pero no pudo. Él rió con amargura: —Entonces cásate conmigo. Ayúdame a olvidarla. Y ella, ingenua, aceptó. El mismo día de la boda, Ricardo se declaró en bancarrota. Carolina no se casó por dinero, así que aceptó la pobreza: vivieron en un sótano, comieron sobras, trabajó en tres empleos y, aun así, dio a luz a Diego. Carolina creyó que algún día él la vería de verdad. Pero ahora entendía. Ese día nunca llegaría. La fiesta terminó pronto. Cuando todos se fueron, Carolina recuperó el sentido y, temblando, le quitó a Diego el disfraz. El niño tenía el rostro cubierto de lágrimas, pero no se atrevía a llorar; se le enrojecía la cara de tanto contenerse. Sollozando, preguntó: —Papá nos engañó cinco años, ¿verdad? —No era que fuera pobre, solo que no nos quería. Por eso no quiso gastar en nosotros, sino en esa mujer y en su hijo, ¿verdad? El dolor le atravesó el pecho como una punzada. No había sido una buena madre: por complacer a Ricardo, había hecho que su hijo sufriera con ella durante cinco años. Lo abrazó con fuerza, llorando sin control: —Perdóname, hijo, no pude hacer que tu padre me amara, y por eso te hice sufrir conmigo. ¡Ricardo los había engañado cinco años! Mientras ella y su hijo comían restos, él cenaba con Florencia en los mejores restaurantes. Mientras ella rogaba a los acreedores por unos días más, él gastaba fortunas en subastas para Florencia. El día en que su hijo repartía volantes para pagar sus deudas, él organizaba una lujosa fiesta para el hijo de Florencia. Abrazó a Diego con decisión: —No quiero más a Ricardo. Vámonos. Te encontraré un papá que te quiera de verdad, ¿sí? Diego lloraba con fuerza: —Sí, vámonos lejos. No quiero volver a verlo. Carolina llevó a Diego a un despacho de abogados y redactó un acuerdo de divorcio. Al volver a casa, le preparó una sopa de fideos y compartieron un pequeño pastel de cumpleaños. Esa noche, Ricardo regresó. —¿Por qué no están dormidos? Preguntó mientras se aflojaba la corbata. Había cambiado su traje de diseñador por uno barato y fruncía el ceño. Carolina no dijo nada; solo le entregó los papeles: —Te esperaba para que firmaras. —¿Qué es esto? —Preguntó él, justo cuando sonó su teléfono. Del otro lado se oyó la voz de Florencia: —¿Llevaste tu abrigo? Tomás te está esperando para ver la lluvia de estrellas. Si tardas, se la perderán. Ricardo respondió con suavidad y, sin pensarlo más, firmó los papeles y se marchó deprisa. Cuando la puerta se cerró, Carolina respondió a su pregunta. —Es el acuerdo de divorcio.
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