Capítulo 4
Mónica, reuniendo las últimas fuerzas que le quedaban, se arrastró hasta la mesita de noche y, temblando, sacó el medicamento para la alergia y se lo metió en la boca.
Cuando el efecto avanzó, cayó al suelo respirando con dificultad, mientras sus lágrimas se mezclaban con el enrojecimiento y el sudor en su rostro.
Durante los días siguientes, Ramiro no volvió a casa.
Pero Mónica podía ver, a través del WhatsApp de Claudia, todo lo que él hacía por ella.
La llevó a ver a un médico privado, la acompañó a una exposición, le compró joyería de edición limitada...
Muy pronto llegó el cumpleaños de Claudia.
Ramiro sabía que a ella le gustaba pintar; aunque su técnica era mediocre, aun así gastó una enorme suma de dinero para organizarle una exposición individual.
Antes de salir, Claudia se acercó especialmente a Mónica: —Hoy se inaugura mi exposición. ¡Tienes que venir! Estos días ha sido gracias a ti que he podido cuidarme.
Mónica retiró su mano con expresión indiferente: —No me interesa.
Claudia mostró de inmediato una expresión herida.
Ramiro frunció el ceño al instante, su voz llena de fastidio: —Claudia te invita con buena intención. ¿Qué dramatismo es ese? ¡No arruines el ambiente!
Mónica no quería discutir por algo tan inútil; al final, tuvo que acompañarlos a la galería.
En la galería, las pinturas de Claudia, de colores estridentes y trazos infantiles, estaban enmarcadas y colgadas en las paredes.
Al pasar por una esquina, escucharon a dos hombres con pinta de artistas hablando en voz baja:
—El presidente Ramiro sí que gasta dinero. ¿Este nivel de pintura merece siquiera una exhibición?
—Solo quiere alegrar a esa amante que tiene a su lado. La protege mucho más que a su esposa.
Claudia, al oírlo, bajó la cabeza con gesto lastimero, los ojos humedeciéndose: —Ramiro, ¿estoy haciéndote quedar mal? ¿Mis pinturas de verdad son tan malas?
Ramiro la consoló de inmediato, con voz suave: —No les hagas caso. Tus pinturas están muy bien.
Después sacó su teléfono y envió un mensaje.
No pasó mucho antes de que mucha gente irrumpiera en la galería. Se abalanzaron sobre las pinturas de Claudia, rogando comprarlas y elogiándola como una genio llena de talento.
Solo entonces Claudia volvió a sonreír feliz.
Mónica observaba todo con frialdad.
Reconoció a muchos de los compradores y aduladores: empleados y altos ejecutivos del Grupo Sánchez.
Ramiro había montado toda esa escena solo para complacer a Claudia.
De pronto, recordó el año en que llegó por primera vez a la Casa Sánchez. Con fiebre alta, sin sirvientes cerca y débil, se arrastró hasta la puerta de Ramiro, rogándole que le trajera medicina o llamara a un médico.
Él, con apenas diez años, la miró con frialdad; en esos hermosos ojos vacíos no hubo ni una sola emoción. Luego cerró la puerta en su cara.
Aquel instante de desesperación y hielo lo recordaba como si hubiera sido ayer.
Ramiro sí tenía corazón; simplemente nunca había latido por ella.
En ese momento, una alarma de incendio sonó con estridencia en la galería. De inmediato, nubes de humo comenzaron a aparecer.
—¡Fuego! —Alguien gritó.
El caos estalló en segundos. La gente corrió hacia la salida presa del pánico.
Claudia, aterrada, se lanzó a los brazos de Ramiro.
Ramiro la protegió de inmediato, cubriéndola con su cuerpo y abriéndose paso entre la multitud hacia la salida.
En medio del apuro, el codo de Ramiro golpeó con fuerza a Mónica, que intentaba mantenerse en pie.
Ella cayó al suelo sin poder reaccionar.
Apenas intentó levantarse cuando escuchó un crujido sobre su cabeza: una viga, debilitada por el fuego, se desplomó de golpe.
La madera cayó sobre su pierna con un peso brutal, y un dolor desgarrador la invadió por completo.
Entre la confusión, escuchó la voz de Claudia, ya desde la zona segura: —Ramiro, creo que Mónica se cayó. ¿Vamos a ayudarla?
Y entonces, nítida, cruel y gélida, llegó la voz de Ramiro:
—No es necesario. Ya lo dije: su vida o su muerte no tienen nada que ver conmigo.