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Capítulo 4

Mauricio miró el látigo frente a él sin moverse. A su lado, Cecilia volvió a romper en llanto. —Mauricio, sé que tú y mi hermana se aman, mejor no la golpees. —Después de todo, pronto se casarán, y cuando llegue ese momento, solo podré alejarme de ti. —Mauricio, piénsalo bien. Si no impones respeto ahora, después del matrimonio... No terminó la frase, pero esas palabras bastaron para que Mauricio tomara el látigo. Se puso de pie y caminó hasta colocarse detrás de Valentina. Aunque el brazo le temblaba, el primer golpe cayó igual sobre su espalda. Valentina apretó los labios, negándose a emitir un solo sonido, mientras el sudor le caía por la frente. —Valentina, no me odies. Hago esto por nosotros. Su voz era suave, pero la mano que blandía el látigo ya no temblaba. El salón quedó en silencio; solo se oían los latigazos y los golpes sobre la espalda de Valentina. Su piel se abrió bajo los azotes; la sangre se mezcló con el sudor. Ante sus ojos danzaban luces borrosas; su rostro estaba tan pálido que parecía sacada del agua. Nadie supo cuánto tiempo pasó hasta que las diez descargas terminaron. Los guardias la soltaron y Valentina cayó al suelo. —¡Valentina! Mauricio corrió hacia ella para levantarla, pero escuchó su voz débil. —Mauricio, la deuda de haberte salvado la vida, ya está saldada. Mauricio se quedó inmóvil. Aquellas palabras lo hicieron volver a diez años atrás. Entonces, Valentina se había escapado de casa y cayó en manos de unos traficantes. Si Mauricio no la hubiera seguido y enfrentado a los hombres que querían llevársela, quizá nunca habría vuelto. Ella terminó hospitalizada durante una semana. Desde aquel día, Valentina empezó a sentir por él algo más que gratitud. Entonces la voz de Santiago la interrumpió: —Pueden irse. Quiero hablar con Valentina. Sigue siendo mi hija; no le quitaré la vida. Cecilia tomó del brazo a Mauricio y lo sacó del salón, mientras él permanecía aturdido. Cuando ambos se marcharon, Valentina se incorporó con esfuerzo. El sudor le empapaba el rostro, pero no había logrado apagar el brillo firme de sus ojos. Santiago no la miró; solo dijo con frialdad: —La familia García vendrá a buscarte en cinco días. —No cometas ninguna tontería. Valentina no respondió, salió de la mansión arrastrando los pies. Con cada paso, la mezcla de sangre y sudor que caía a su espalda la mantenía despierta, más consciente que nunca. Valentina fue sola al hospital a curarse. Al día siguiente tenía función, así que pidió más ungüento y vendas más firmes. Esa presentación era demasiado importante; no podía fallar. Apenas llegó al teatro, Valentina vio a Cecilia sosteniendo un enorme ramo de rosas, con una sonrisa dulce en el rostro. —Cecilia, ¿esas rosas te las regaló tu novio? ¡Son preciosas! —Sí, y me parece tan romántico. El rostro de Cecilia se tiñó de un rojo más intenso que los pétalos: —No imaginé que me regalaría rosas. Llevamos tanto tiempo juntos que ya no hacía falta. Al levantar la vista, se encontró con la mirada de Valentina. Enseguida se acercó a ella con pasos apresurados: —Hermana, ¿cómo te sientes? Si hoy no estás bien, no te esfuerces, ¿sí? Valentina no respondió. Bajó la cabeza y se tomó dos pastillas para el dolor. El director del grupo entró en la sala y dio unas palmadas. Los murmullos cesaron al instante. Valentina regresó a su posición, pero el director habló en voz alta: —Valentina, hoy no saldrás a escena. Habrá un reemplazo. Ella levantó la cabeza de golpe: —He asistido a todos los ensayos. ¿Por qué no puedo participar? —Fui yo quien lo pidió. Mauricio entró, con una expresión de preocupación. Con ese tono que él creía considerado, se dirigió a Valentina: —Habrá muchas funciones más. No tiene sentido que pongas en riesgo tu salud. —Estás herida, deberías descansar. Valentina no entendía con qué derecho pronunciaba esas palabras. El que la había golpeado era él, y ahora fingía preocuparse. —¿Tienes idea de lo que significa esta presentación para mí? —¡Es la coreografía de mi madre! ¡Su última obra! Era raro verla perder el control. Las lágrimas le nublaron la vista y finalmente rodaron por su rostro. Mauricio guardó silencio. Nada de lo que dijera podía cambiar ya las cosas, todo estaba decidido. Valentina respiró hondo, cerró los ojos: —Mauricio, lo nuestro se acabó. Mauricio le tomó la mano con fuerza, a punto de hablar, cuando una voz masculina sonó desde la entrada: —¿Quién es la señorita Cecilia? —Yo. El hombre se acercó, le quitó el ramo de las manos y dijo con tono serio: —Disculpe, fue un error. —¿Quién es la señorita Valentina? Valentina no respondió, pero todos la miraron. El hombre se acercó y le entregó el ramo. —Estas flores son un obsequio de nuestro joven señor. En la tarjeta solo había una palabra: [García.] Valentina lo tomó con cuidado y murmuró: —Gracias. Cuando el mensajero se marchó, levantó la mirada y se encontró con la expresión furiosa de Mauricio. —¿Quién es? —¿Quién te mandó esas flores?

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