La invitación de boda tenía letras doradas en relieve y brillaba con un resplandor casi hiriente bajo el sol.
Andrés la miraba fijamente, incapaz de frenar el temblor de sus dedos.
[Gabriel e Isabela celebrarán su boda el día dieciocho de este mes.]
Cada palabra era un cuchillo directo a su corazón.
Isabela debía ser suya; él había jurado que sería la mujer a la que amaría toda la vida.
Y ahora tenía que verla casarse con Gabriel.
¿Qué crueldad podía compararse con esto?
Había intentado buscarla y suplicarle muchas veces en los últimos días.
Pero siempre recibió las mismas respuestas frías:
—Renuncia. Gabriel y yo nos amamos de verdad.
—Entre nosotros no existe ninguna posibilidad.
—No todos los errores pueden corregirse. Lo nuestro ya no tiene remedio.
El sonido alegre de un piano llegó desde la calle, devolviéndolo a una realidad que se negaba a aceptar.
Hoy era dieciocho. Hoy era la boda.
Frente al espejo, Andrés intentaba arreglar su uniforme.
El hombre que lo observaba desde el re