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Capítulo 5

Entre el sonido estridente de la ambulancia, Andrés fue llevado al hospital. Isabela, como familiar directa, firmó una hoja tras otra de consentimiento para las cirugías. Apenas terminó, una enfermera le tomó la mano: —El señor Andrés ha estado llamándola sin parar. Tal vez quiera decirle algo. Por favor, acompáñeme al quirófano. Con la mente nublada, Isabela fue conducida al interior. En la sala de operaciones, Andrés yacía empapado en sangre sobre la mesa. Al verla entrar, abrió los ojos con debilidad y sostuvo su mano. Su voz era ronca: —Ve a ver cómo está Karina. Debe estar muy asustada. Cuídala por mí. Como si la sumergieran en agua helada, Isabela sintió que todo su cuerpo se congelaba frente a la mesa de operaciones. Recordó la última vez que Andrés volvió casi sin vida de una misión. Entonces le había dicho: —Si muero, vuélvete a casar, pero no me olvides. Pero ahora, en su corazón, solo estaba Karina. Aturdida, salió del quirófano y vio a Karina llorando en una silla: —Es mi culpa. Si no me hubieran robado la cadena, Andrés no estaría así. Siempre ha sido tan tonto, siempre se lastima por mí. Alrededor, familiares que no conocían la verdadera situación la consolaban: —No te angusties, tu esposo estará bien. En ese momento, una enfermera salió corriendo: —El señor Andrés está perdiendo mucha sangre. Necesitamos sangre tipo A. ¿Alguien puede donar? Karina se secó las lágrimas de inmediato y se levantó: —Yo puedo. Soy tipo A. Sin dudarlo, siguió a la enfermera para donar sangre. Isabela se quedó inmóvil, y luego soltó una risa amarga. Las lágrimas le rodaron por el rostro. Andrés, aún gravemente herido, seguía preocupado por Karina. Karina, llorando sin parar, ni lo pensó antes de donar sangre por él. Ellos dos... Realmente parecían una pareja dispuesta a morir junta. Y ella, la esposa legítima, no valía absolutamente nada a su lado. Esperó afuera hasta que una enfermera se acercó: —La cirugía fue un éxito, pero Karina se desmayó por donar demasiada sangre. Le dije que no podía donar tanto, pero insistió. La enfermera suspiró: —Nunca había visto una relación tan estrecha entre cuñados. Isabela sonrió con amargura. Cercanos, sí; tanto, que compartían la misma cama. Respiró hondo, incapaz de seguir allí. Estaba por irse cuando una enfermera la detuvo: —No puede salir. Ambos pacientes están inconscientes y necesitan a alguien que los cuide. Sin otra opción, tuvo que quedarse. Atendía a Andrés un momento y luego corría al cuarto de Karina, pasando el día de un lado a otro. Al caer la tarde, volvió a la habitación de Andrés con un hisopo para humedecerle los labios, cuando él abrió los ojos de repente. Al verla, se quedó quieto un instante, pero enseguida agarró su mano con urgencia: —¿Dónde está Karina? Escuchar ese nombre fue como sentir un cuchillo abrirle el pecho, pero Isabela respondió con calma: —Donó sangre por ti y se desmayó. Está en la habitación de al lado. El rostro de Andrés cambió de inmediato. Arrancó de golpe la aguja de la vía, haciendo que la sangre brotara de su mano. Su voz, ronca y llena de ira, retumbó en la habitación: —Te pedí que la cuidaras. ¿Cómo permitiste que donara sangre? La empujó para levantarse de la cama; Isabela perdió el equilibrio y cayó hacia atrás, golpeándose la frente contra la mesa. —¡Bang! Un dolor agudo la atravesó y la sangre bajó por su sien. Aguantando el dolor, lo siguió y vio a Andrés entrar de golpe en la habitación de Karina. —¡Karina, ¿quién te mandó a donar sangre?! —Su voz venía cargada de ira. —Yo tenía la culpa. Si no hubiera corrido tras el collar, nada de esto habría pasado. No sabes cuánto miedo sentí. Si tú hubieras muerto, yo tampoco habría querido vivir. —Sollozó ella antes de lanzarse a sus brazos. El cuerpo de Andrés se tensó un instante, pero finalmente la abrazó con suavidad. Su voz era increíblemente tierna: —No tengas miedo. Estoy bien. Deja de llorar. A la puerta, Isabela sintió que algo dentro de su pecho se rompía por completo. El dolor le atravesó las entrañas como vidrio molido. Miró a los dos abrazados y por fin comprendió la verdad. Resulta que su corazón, sin que ella lo supiera, ya se había partido en dos y entregado a otra persona. Sin mirarlos más, regresó al residencial militar y comenzó a empacar sus cosas. Echó a la basura todos los regalos que Andrés le había dado a lo largo de los años. La bufanda que él le tejió, el pasador que compró con tres meses de sueldo, los pequeños recuerdos que le traía cada vez que volvía de una misión. Objetos que antes contenían sus recuerdos más hermosos, ahora eran cuchillas abiertas, desgarrándole el corazón.

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