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Capítulo 8

Karina sollozó: —Lo supe ayer. Aún no he tenido tiempo de decírselo a Andrés. El corazón de Isabela se sintió apretado con una fuerza cruel. Mordió sus labios hasta sentir el sabor metálico de la sangre para volver en sí. —No llores. Buscaré una salida. Tanteó la pared en medio del humo y, al fin, encontró una ventana. Al abrirla, una corriente de aire entró con fuerza, pero la altura del tercer piso resultaba aterradora. Mientras dudaba sobre qué hacer, Andrés llegó apresurado tras recibir el aviso. Al verla asomada, abrió los brazos desde el suelo, el rostro lleno de ansiedad. —Isabela, Karina, salten. Las voy a atrapar. —Isabela, tú primero. Isabela respiró aliviada y levantó el pie para saltar. Pero, en ese instante, Karina gritó y se abalanzó sobre ella: —No me dejes aquí sola. Tengo miedo. Las dos cayeron por la ventana al mismo tiempo. En el aire, Andrés corrió sin dudar hacia Karina y la recibió en sus brazos con firmeza. —¡Bang! Isabela se estrelló contra el pavimento de cemento. El dolor explotó en cada rincón de su cuerpo y la sangre tibia se extendió por debajo de ella. Observó cómo Andrés depositaba cuidadosamente a Karina en un lugar seguro, revisando con ternura sus heridas. En ningún momento la miró a ella. —¡Isabela! Solo entonces Andrés pareció darse cuenta. Corrió hacia ella con desesperación; su voz temblaba. Isabela quiso reír, pero lo único que salió de su boca fue sangre. Qué irónico: tuvo que lastimarse así de grave para que él recién ahora se diera cuenta. Antes de perder la conciencia, escuchó el grito desgarrador de Andrés. No quería oírlo, no quería oír nada más. … El olor a desinfectante era intenso cuando Isabela abrió los ojos. Andrés estaba sentado junto a la cama. Él se levantó de golpe, los ojos enrojecidos: —Isabela, despertaste. Tomó su mano: —Perdóname, el humo era muy denso, confundí a la persona. Ella retiró la mano con suavidad. Sus dedos temblaban ligeramente. Lo conocía demasiado bien: cuando mentía, parpadeaba; cuando se sentía culpable, frotaba sus nudillos. No la confundió. En ese momento, la persona que él quería salvar era Karina. De pronto, Andrés sonrió, una alegría contenida iluminando sus ojos: —Tengo una buena noticia. Karina está embarazada. No pudo ocultar el entusiasmo: —Pero el embarazo es inestable. El médico dijo que necesita cuidados constantes. Solo aguanta un poco más. Cuando den de alta a Karina, todo acabará y podremos volver a como éramos. Isabela lo miró fijamente. Era la primera vez que veía en él la alegría genuina de un futuro padre; sus ojos se suavizaban, incluso su voz, como si temiera romper algo valioso. Pero esa alegría no tenía nada que ver con ella. —Está bien. Respondió con tranquilidad. Andrés suspiró aliviado, le dio unas cuantas instrucciones y luego salió hacia la habitación de Karina. Después de que él se fue, Isabela bajó de la cama con esfuerzo. Al pasar por allí, Isabela vio a Andrés alimentándola con una cuchara, mientras la otra mano reposaba con cariño sobre el vientre de Karina. La ternura en sus ojos era absoluta. Esa mirada, esa dedicación, alguna vez habían sido para ella. Ahora eran de Karina. Sonrió con amargura y una lágrima cayó silenciosa por su mejilla. Si él y Karina eran tan felices juntos, lo mejor sería dejarlos ir. Se volvió hacia la habitación y murmuró: —Andrés, no volveremos a vernos. Esa misma tarde, Isabela fue dada de alta. Pasó primero por el Registro Civil para recoger el acta de divorcio y la dejó sobre la mesa que alguna vez eligieron juntos. Luego tomó su equipaje y dejó el hogar que había compartido con él sin mirar atrás. En la estación de tren, los altavoces anunciaban información sobre el Bosque de Monteluz. —Es una zona remota donde la temperatura en invierno puede alcanzar los cuarenta grados bajo cero. Isabela compró un boleto de ida y abordó el tren. El paisaje retrocedía velozmente tras la ventana, igual que todos sus recuerdos con Andrés. La chaqueta militar que él le entregó la primera vez que se conocieron. La expresión nerviosa con la que se arrodilló para pedirle matrimonio. Sus dedos temblorosos cuando la besó por primera vez... Todos esos recuerdos dulces fueron triturados por el estruendo del tren, destinados a desvanecerse con el tiempo.

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