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Capítulo 10

Andrea nunca había besado a nadie. Era la primera vez. Podía sentir el calor que emanaba de él, ardiente e intenso, y los latidos de su corazón retumbaban como truenos. A lo lejos, los fuegos artificiales estallaban en el cielo, pero en sus ojos sólo existían el uno para el otro. Andrea volvió a soñar con el invierno del segundo año. En la víspera de Año Nuevo, le regaló a Salvador una bufanda que había tejido ella misma. Salvador, emocionado, la abrazó y dio varias vueltas con ella en brazos, luego se agachó frente a ella, levantando la cabeza con devoción, con una mirada llena de amor. —Andrea, ¿me la pones tú, por favor? Andrea se enteró más tarde de que Salvador, usando la bufanda que ella le había dado, había ido a presumírsela a un grupo de chicos ricos, mostrando su orgullo durante mucho tiempo. Cuando lo supo, no pudo evitar reír en voz alta. Aquel joven tenía un corazón ardiente, uno que derritió todo su mundo. Andrea, en esta vida, eligió a una sola persona, y sólo podía ser él. ... Cuando Andrea despertó del sueño, el cielo ya comenzaba a clarear. Amanecía. Se incorporó y alargó la mano hacia la almohada. Sintió humedad bajo los dedos. Eran sus lágrimas. Quizás fue por las palabras de Manuel, que la hicieron pensar en el pasado, en aquellos años de juventud. Ella y Salvador se habían amado tanto, ¿y así, simplemente, iban a rendirse? ¿De verdad estaba dispuesta a aceptarlo? Se quitó las sábanas de encima y se levantó para asearse. —Señora Andrea, el señor Salvador volvió anoche a medianoche. —Clara, al verla levantarse y bajar las escaleras, se acercó rápidamente para decírselo. ¿Salvador había vuelto? Andrea se quedó un instante en silencio. Al parecer, Manuel había intervenido. Por su parte, aquellas palabras de Manuel también habían despertado en ella cierta intención de cambiar las cosas. Pensando en ello, Andrea se puso de pie y se dirigió hacia la cocina. —¿La señora Andrea va a preparar personalmente el desayuno para el señor Salvador hoy? —preguntó Clara con una sonrisa. Para Clara, nada sería más feliz que ver al señor Salvador y a la señora Andrea llevándose bien y amándose mutuamente. Después de todo, eso había sido lo habitual desde siempre. Si no hubiera sido por el accidente del señor Salvador hace tres años, esa normalidad jamás se habría roto. Más en el fondo, todo era culpa de esa actriz, Julia. ¿Quién la mandaba a seducir, sin razón alguna, a un hombre que ya estaba casado como el señor Salvador? Andrea llevaba ya un buen rato ocupada en la cocina. Antes no sabía cocinar, y aún ahora sólo sabía preparar algunas sopas. Ellas, hijas criadas entre la abundancia, nunca habían tenido que trabajar. Salvo los estudios obligatorios, la mayor parte de su formación consistía en normas de etiqueta y actividades sociales. Cocinar nunca había sido algo que una dama de sociedad tuviera que considerar. Después de todo, ¿quién no tenía varios sirvientes a su alrededor? Andrea recordaba que en su juventud aprendió lo más básico. La primera vez que le preparó una sopa a Salvador, él la miró con una mezcla de sorpresa y emoción. Ella simplemente deseaba volver a lo que una vez compartieron. Se escucharon pasos bajando por la escalera. Salvador estaba descendiendo. Fruncía el ceño, probablemente porque Manuel lo había obligado a volver la noche anterior con una actitud demasiado firme, y su ánimo no era el mejor. Además, por todo el ajetreo nocturno, apenas había podido descansar, bajo sus ojos se notaban unas ligeras ojeras. En la casa de los Vargas no había muchas personas. Normalmente, aparte de Clara que siempre estaba en la sala, no había más sirvientes rondando. Ese ambiente ya de por sí tranquilo se volvió aún más opresivo con la expresión seria de Salvador. Él se acercó serio y se sentó frente a la mesa, con una actitud de "nadie se acerque". Si se quiere decir de forma amable, era serio, pero siendo más directo, parecía tener parálisis facial. Como si todo el mundo le debiera una fortuna. Al ver la sopa nutritiva sobre la mesa, Salvador tomó una cuchara y probó un bocado. Para su sorpresa, la sopa resultó ser dulce y reconfortante, y alivió en parte el mal humor que tenía acumulado. El sabor le resultaba vagamente familiar, como si ya hubiera probado esa sopa antes. —Clara, esta sopa está muy bien hecha. Sabe deliciosa. —Elogió Salvador sin escatimar palabras. Clara sonrió y rápidamente agitó la mano mientras decía: —Señor Salvador, esta sopa la preparó personalmente la señora Andrea para usted. Apenas esas palabras salieron de su boca, el entorno quedó sumido en un silencio absoluto. Salvador se quedó atónito por un instante. Fue entonces cuando Andrea se quitó el delantal y se acercó caminando. Salvador levantó la cabeza, y sus miradas se encontraron. Ella no llevaba maquillaje, vestía un vestido azul claro, su cintura era tan delgada que podría rodearse con un solo brazo. Seguía siendo igual de hermosa, serena y fría, con una dulzura sutil reflejada en sus facciones. Tenía la frialdad de un lirio, acompañada de una fragancia suave y elegante. De pronto, Salvador lo recordó. ¿Por qué le resultaba tan familiar el sabor de esa sopa? Era porque hacía mucho, mucho tiempo, Andrea le había preparado esa misma sopa. Los recuerdos del pasado resurgieron en la mente de él, y la miró fijamente, mientras una calidez repentina le suavizaba el pecho. —¿No estaba Clara? No hacía falta que lo hicieras tú misma. —Dijo, con un tono que sugería un reproche implícito, aunque en realidad su corazón se sintió reconfortado. El primer amor es lo más difícil de olvidar, sobre todo cuando esa persona ahora es su esposa. Salvador le había prometido a Julia que iría a verla en cuanto amaneciera. Apenas se levantó esa mañana, ya había hablado una vez con Julia por teléfono. Julia no dejaba de sollozar, parecía estar de muy mal ánimo, y por momentos rompía en llanto por su inseguridad. Eso tenía el corazón de Salvador hecho un nudo. Sin embargo, ahora, de pronto, ya no sentía tanta urgencia. Una leve sonrisa se dibujaba en los labios de Salvador, y su rostro frío y severo parecía derretirse. Al mirarla, dijo: —Está muy sabrosa. Andrea se acercó despacio y tomó asiento. —Pue me alegra mucho que te guste. El acuerdo de divorcio estaba guardado bajo llave en lo más profundo del armario. Aunque las palabras de Manuel eran una de las principales razones, para Andrea, aquello también representaba la última oportunidad que se daban como pareja. Ella decidió intentarlo una última vez. Solo esta vez. —Salvador. —Dijo Andrea: —¿tienes tiempo hoy? Por la tarde se celebraría una gala benéfica, organizada por la familia Torres. Como una de las familias más destacadas de la alta sociedad, la familia Vargas asistía a este tipo de eventos cada año. Para entonces, casi todas las figuras más importantes de San Verano estarían presentes. Era una gala de caridad, pero también un escenario de fama y poder. Salvador, evidentemente, también lo recordaba. Originalmente no pensaba asistir, porque tenía planes de quedarse con Julia, frágil y temerosa. Su esposa era serena y equilibrada, dulce y educada. Siempre sabía cómo manejarse con gracia en este tipo de situaciones, nunca haría quedar mal a la familia Vargas, mucho menos a él. Llevaban años de casados sin tener hijos, porque ella le tenía miedo al parto, y él había tomado la decisión de no querer hijos en toda su vida. De ese modo, Andrea prácticamente no tenía nada de qué preocuparse en el hogar. Desde el punto de vista de Salvador, mientras ella viviera bien su vida como esposa de la alta sociedad y lo representara en ciertos eventos importantes cuando fuera necesario, no había nada más que exigírsele. Y era precisamente por eso que él sentía que le debía aún más a Julia. Salvador la miró a los ojos, esos ojos que brillaban como estrellas, se quedó un instante en silencio, y sin darse cuenta, terminó por aceptar su propuesta. —Iré contigo esta tarde a la gala. Los ojos de Andrea se iluminaron, y finalmente sonrió. Una sonrisa radiante, con un toque encantador y cálido. —La sopa está muy rica, gracias por el esfuerzo. —Dijo Salvador, y de un trago terminó toda la sopa que quedaba en su plato. Un leve rubor subió a las mejillas de Andrea: —Pues sii te gusta, puedo preparártela todos los días, ¿te parece bien? El mensaje implícito era claro: ella deseaba que él volviera a casa todos los días. Lo esperaría en casa, cada noche. Era algo completamente natural que una esposa anhelara el regreso de su esposo. Pero de pronto, algo pasó por la mente de Salvador, y su sonrisa comenzó a desvanecerse. Al ver eso, Andrea se entristeció.

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