Capítulo 9
—Andrea, ya he dicho todo lo que tenía que decir. Si en serio estás decidida a irte, pues buen viento y buena mar que yo por mi parte no voy a ponerte obstáculos. —Dijo Manuel mientras se ponía de pie. Luego, se dio la vuelta y le entregó un grueso fajo de documentos.
Andrea, sorprendida, exclamó: —¿Abuelo? ¿Qué es esto...?
Entre los papeles que Manuel le pasó, había una gran cantidad de documentos relacionados con la transferencia de bienes. Era prácticamente un testamento.
—Salvador fue un necio al final, y no supo tratarte como debías. Lo siento mucho. Todos estos bienes que están a mi nombre, a partir de ahora serán tuyos. —Manuel le sonrió con ternura, su tono era apacible: —Si estás con Salvador, serás la esposa de mi nieto. Y si ustedes se separan, entonces serás mi nieta de corazón.
De una forma u otra, Manuel la quería profundamente.
Andrea, que había estado conteniendo sus emociones, no pudo más y rompió en llanto en ese instante.
Lágrimas rodaban por sus mejillas.
Todo el dolor y la injusticia que había soportado durante ese tiempo la golpearon de golpe como una ola furiosa, destruyéndola por completo. Lloraba con el cuerpo tembloroso, dominada por una emoción incontenible.
Manuel, al verla, comenzó a darle palmaditas en la espalda suavemente, como si consolara a una niña.
Pasó un buen rato hasta que Andrea logró calmarse y continuó revisando el resto de los documentos.
Pero descubrió que...
—¡Abuelo! —Exclamó, con los ojos abiertos de par en par, incrédula.
—No te asustes. —Dijo el anciano con una sonrisa: —A mi edad, ya he vivido lo suficiente.
Las pupilas de Andrea se contrajeron. Todo empezaba a tener sentido: la silla de ruedas en casa, la insistencia del mayordomo en no dejarlo solo, el rostro demacrado de su abuelo cuando regresó a la antigua casa de los Vargas...
Rápidamente hojeó los documentos restantes, y sus sospechas se confirmaron.
A Manuel le quedaban, como mucho, dos años de vida.
Andrea se quedó sin aliento, con la vista nublada, y apenas pudo mantenerse de pie.
Manuel había sido demasiado bueno con ella. Andrea siempre supo que algún día tendría que enfrentarse a la pérdida, pero deseaba que fuera una partida tranquila, no causada por una enfermedad irreversible.
—Abuelo... —Esta vez, Andrea rompió en un llanto desgarrador, un grito de dolor ahogado. Se arrodilló y se aferró al regazo de Manuel, sin poder contener la tormenta de emociones que la sobrepasaban.
La familia Vargas era un linaje centenario, una familia de gran renombre y poderío, tanto económico como político, en toda San Verano.
Naturalmente, el nivel médico al que podían acceder era de los más avanzados y prestigiosos del mundo.
Sin embargo, ni siquiera eso podía cambiar el curso de los acontecimientos. El destino le había lanzado a Manuel su última carta.
Parecía que ya no había vuelta atrás. El desenlace estaba escrito.
—Andrea, puede que pienses que estoy siendo egoísta. —Dijo Manuel con una mirada llena de ternura. Extendió su mano envejecida y le dio suaves palmadas en la espalda, mientras trataba de calmar su respiración: —Solo te pido una cosa: ¿podrías quedarte conmigo durante estos dos años que me quedan, como la esposa de Salvador?
Andrea, con el rostro cubierto de lágrimas, asintió con la cabeza entre sollozos.
Al ver esto, Manuel por fin respiró aliviado.
—Muchas gracias, Andrea.
Realmente, ella no se lo merecía.
Ese idiota, él ya había hecho todo lo que estaba en sus manos. No había más que pudiera hacer.
Manuel suspiró. Esperaba que en esos dos años su nieto, que andaba tan perdido, lograra aclarar su mente y comprender las cosas. Al menos, que no llegara el día en que se arrepintiera demasiado tarde y viviera con ese remordimiento por el resto de su vida.
Manuel no le había mentido a Andrea. Según el diagnóstico de los médicos, con su condición actual, vivir dos años ya sería una suerte extraordinaria.
Y eso solo si no surgía ninguna complicación inesperada.
Su corazón siempre había sido un problema grave, cualquier descuido podía desencadenar una crisis fatal.
Andrea era una persona compasiva, de corazón bondadoso y muy filial.
Por eso, antes de que ella llegara, Manuel ya había tomado su decisión.
Sabía bien que Andrea no lo rechazaría.
Aunque fuera por compasión, aunque fuera por lástima, las probabilidades estaban a su favor.
Esa noche.
Andrea se quedó a cenar en la antigua casa de los Vargas.
Al mirar la mesa, vio que estaba repleta de sus platillos favoritos.
Manuel había dado instrucciones especiales para que la cena se preparara completamente de acuerdo con sus gustos.
Andrea sintió una cálida corriente recorrerle el pecho, así era la sensación de ser importante para alguien, de ser valorada por alguien.
Salvador, para cuidar de Julia, alegaba que solo era su hermana, pero con esa excusa la llevaba a menudo a vivir con ellos.
Sin embargo, cada vez que Julia se quedaba unos días, todo en la casa debía organizarse según las preferencias de Julia.
Había que encender con antelación el incienso que a ella le gustaba, colocar con tiempo las alfombras del color que prefería, e incluso el líquido con el que se trapeaba el piso tenía que tener el aroma exacto que le agradaba a la señorita Julia.
Cada detalle debía cumplirse al pie de la letra, y ni hablar de la comida.
Casi siempre pasaba lo mismo: Andrea no encontraba en toda la mesa no había nada de su gusto, e incluso había varios que le provocaban alergia, aunque fueran los favoritos de Julia.
La desilusión se le fue acumulando poco a poco, su corazón, marchito como un árbol seco, ya no encontraba primavera. Andrea estaba cubierta de nubarrones, y el brillo de las estrellas reemplazaba su luz.
Tal vez ese era el verdadero destino entre ella y él...
Las palabras de Manuel terminaron calando en su interior. Al regresar a la casa, Andrea se aseó y se acostó. Cayó en un sueño profundo.
Tuvo un sueño largo.
Soñó con el pasado, con recuerdos de antes.
Con aquellos momentos que solo pertenecían a ella y a Salvador, con la pasión y ternura de su juventud.
El viento era fresco, el sol salía, y había poca gente.
—¡Andrea, mira rápido, el amanecer! ¡El sol ya salió! —Gritaba el joven, vestido con un traje de carreras, el cabello teñido de un llamativo color plateado y luciendo unos exagerados pendientes bien grandes.
Ese era Salvador a los dieciocho años.
Aquel año destacaba entre todos. Tenía una actitud super arrogante, y todos lo llamaban "señor Salvador".
También era famoso por ser uno de los más difíciles de tratar en la Escuela Secundaria Amanecer Dorado.
Justo el día anterior había ganado el primer lugar en una carrera y no tardó ni un instante en correr a mostrarle el trofeo a Andrea para hacerla sonreír.
Ella, de carácter sereno, no gustaba del bullicio, así que se mantenía a cierta distancia.
Esa carrera era de suma importancia para aquel joven orgulloso. Aunque a Andrea no le gustaban las carreras por lo peligrosas que eran, igual fue al lugar para apoyarlo.
Y él no la decepcionó. Obtuvo el primer lugar de forma impecable, con una sonrisa en el rostro, y como una ráfaga de viento atravesó entre la multitud hasta llegar a su lado.
Le dijo: —Tú eres mi princesita, Andrea.
Ella sonrió con los labios cerrados, un leve rubor tiñó la piel blanca de Andrea, y por un momento pareció una flor en plena floración, deslumbrante y hermosa.
Salvador se quedó embobado mirándola. Siempre había sabido que era bonita, pero la pureza y timidez de Andrea superaban cualquier belleza en el mundo.
Bajó la mirada, sus largas y densas pestañas negras cubrieron la expresión en sus ojos. Su vista cayó sobre los labios llenos y ligeramente sonrojados de Andrea.
Su garganta se movió con fuerza un par de veces y, con voz profunda, dijo: —Andrea.
—¿Qué quieres? —Andrea levantó la cabeza: —¿Qué pasa?
La voz de Salvador temblaba, sus manos también. Todo su cuerpo hervía con una emoción incontrolable.
Ella era la chica que le gustaba desde que era niño, tan hermosa, con unos ojos tan brillantes, que realmente se parecía a la luna en el cielo.
—¿Quizás... podrías darme un beso? —El corazón de Salvador, a sus dieciocho años, latía con tanta fuerza que parecía que se le saldría del pecho. Estaba totalmente descontrolado.
Andrea se quedó paralizada.
Al verla así, Salvador entendió que se había precipitado, que la había asustado.
El joven se reprochó a sí mismo.
Había sido... demasiado torpe.
Mientras más se quiere a alguien, más fácil es sentirse inseguro y temer cometer errores.
A los dieciocho años, Salvador ni siquiera se atrevía a abrazarla con fuerza, por miedo a que se rompiera con un simple contacto, y también temía ser demasiado atrevido y que ella lo rechazara.
En la noche silenciosa, la luz fría de la luna caía sobre los hombros de ambos.
Sus ojos brillaban como estrellas, su rostro tranquilo se alzaba hacia él... y de pronto se puso de pie, se inclinó y posó suavemente sus labios en la mejilla del joven.
Salvador se quedó completamente rígido, con los ojos bien abiertos.