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Capítulo 2

Bianca salió aturdida del despacho de abogados. En ese instante, un Rolls-Royce negro familiar se detuvo frente a ella; la ventanilla descendió, dejando ver la cara encantadora de Viviana y el perfil severo de Félix. —Señorita Bianca, esta zona es muy apartada y no encontrará taxi. Suba, la llevamos a casa —dijo Viviana con tono efusivo, aunque en sus ojos brillaba un destello casi imperceptible de vanidad. Bianca negó. —No hace falta... —Ella te dijo que subieras, así que sube. —La cortó Félix—. ¿O no entiendes lo que te dicen? Esas palabras crueles le atravesaron el corazón como un puñal. Bianca apretó los puños y, finalmente, abrió la puerta en silencio para sentarse en el asiento trasero. Viviana se ofreció animada. —Félix, acabo de sacar mi licencia de conducir, déjame manejar un tramo, ¿sí? Félix arqueó una ceja y, con un tono indulgente, aceptó. —Está bien, pero con cuidado. Él mismo le abrochó el cinturón de seguridad y luego ocupó el asiento del copiloto. El auto arrancó; Viviana conducía con cierta torpeza. Félix, sin la menor impaciencia, la guio en todo momento, con una mirada cargada de ternura. —Ay, este freno está como poco flexible... —Se quejó Viviana con voz mimada. —Ah, ¿sí? Déjame ver —respondió Félix, inclinándose hacia adelante para revisar, con la cara tan cerca que casi rozó la pierna de Viviana. Bianca, en el asiento trasero, contempló aquella escena; sintió que un puño invisible le oprimía el corazón, robándole el aire. Hubo un tiempo en que toda esa ternura y atención eran solo para ella. De pronto, un gato callejero cruzó corriendo frente al auto. —¡Ah! —gritó Viviana, aterrada. En el pánico, pisó el acelerador en lugar del freno. El auto, como un caballo desbocado, se precipitó con fuerza, rompió la baranda de la carretera y cayó directo al río que corría abajo. El vértigo los golpeó al instante. —¡Vivi! En medio del peligro extremo, Bianca vio claramente cómo Félix se lanzó hacia el asiento del conductor, protegiendo con su cuerpo a Viviana. Félix ni siquiera volteó a mirarla. El agua helada irrumpió en el auto desde todas direcciones, asfixiándolos. En ese instante, Bianca sintió un dolor profundo. Antes, en los momentos de peligro, Félix siempre corría primero hacia ella. Pero ahora... Antes de que la oscuridad devorara su conciencia, lo último que Bianca alcanzó a ver fue a Félix, abrazando a Viviana con fuerza mientras luchaban por salir a la superficie. Cuando recobró el conocimiento, fue en el hospital, bajo el penetrante olor a desinfectante. Escuchó la voz de Félix afuera de la habitación, cargada de ira contenida, reclamando al médico: —¡Ella solo cayó al agua! ¿Por qué sigue inconsciente después de tanto tiempo? ¿Acaso ustedes no saben tratarla? El médico respondió con cautela: —Señor Félix, por favor, cálmese. La señorita Bianca no está inconsciente únicamente por el ahogamiento... Según los resultados completos que acabamos de recibir, ella padece una enfermedad maligna en etapa avanzada... No había terminado de hablar cuando una enfermera llegó corriendo. —Señor Félix, la señorita Viviana ha despertado, lo está buscando. Félix iba a responder, pero en ese instante sus ojos se cruzaron con los de Bianca en la cama. La preocupación que había mostrado momentos antes se congeló de inmediato, borrándose por completo. Respondió con un simple "hm" y, sin mirarla otra vez, se dio la vuelta y caminó con rapidez hacia el otro extremo del pasillo. Bianca observó la postura decidida de Félix; sintió que le arrancaban un pedazo del corazón. Tal vez era mejor que Félix no supiera de su destino. Con el odio que él le guardaba, aunque se enterara de que iba a morir, probablemente solo se burlaría diciendo que era un castigo. El día que le dieron el alta, el sol brillaba con una fuerza cegadora. Por supuesto, Félix no fue a recogerla. Él estaba acompañando a la asustada Viviana en unas vacaciones en una isla privada. De regreso a la fría y vacía mansión a la que llamaba "hogar", Bianca empezó en silencio a preparar su propio funeral. Primero fue a un estudio fotográfico antiguo. —Señorita, usted... ¿Está segura de que quiere tomarse una foto para un retrato fúnebre? —preguntó el fotógrafo, ajustándose las gafas y repitiendo la confirmación tres veces, con incredulidad y pesar en los ojos. Bianca asintió con calma y esbozó una leve sonrisa. —Sí, estoy segura. La cámara capturó su cara pálida, pero delicada, aunque sus ojos, que alguna vez brillaron como estrellas, ahora solo mostraban un gris apagado y sin vida. Después fue a escoger una urna. Había de todo tipo, con materiales distintos y precios elevados. Eligió, al final, una de porcelana blanca, sencilla y austera. El tacto frío y liso era idéntico al de su corazón en ese momento. Por último, fue a Noche Perpetua. Quería descansar junto a Nuria. Ellas solían bromear con que, de viejas, vivirían juntas en un asilo, bailarían y, al morir, serían vecinas para seguir jugando cartas bajo tierra. Encontró la lápida de Nuria; en la foto, la joven sonreía radiante, detenida para siempre en la flor de la juventud. Bianca se agachó despacio, limpiando con la yema de los dedos el polvo acumulado, con la garganta hecha un nudo. —Nuria, vine a verte —susurró, como en tantas noches de confidencias—. Perdóname por tardar tanto... pronto iré a hacerte compañía. ¿Allá estarás sola? Bianca habló y habló, le contó de su enfermedad, de sus remordimientos, de cómo Félix la odiaba y de cómo mimaba a esa sustituta que se le parecía... Las lágrimas rodaron en silencio y cayeron sobre la piedra helada. Entonces, escuchó unos pasos firmes y familiares a su espalda. Bianca se tensó y giró lentamente. Félix estaba allí, junto a Viviana, no muy lejos. Llevaba en las manos un ramo de lirios blancos, las flores favoritas de Nuria.

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